Los Oswald se convirtieron en mis vecinos de arriba el 2 de marzo de 1963. Trajeron sus posesiones a cuestas, sobre todo en cajas de licorería, desde el ruinoso cubo de ladrillo de Elsbeth Street. Pronto las ruedas de la pequeña grabadora japonesa empezaron a girar con regularidad, aunque la mayoría del tiempo yo escuchaba con los auriculares. Así las conversaciones de arriba sonaban normales en vez de frenadas, pero por supuesto no podía entender casi nada.
La semana después de que los Oswald se mudasen a su nuevo alojamiento, visité una de las casas de empeño de Greenville Avenue para comprar una pistola. El primer revólver que el cambista me enseñó fue el mismo Colt .38 que había comprado en Derry.
—Es una excelente protección contra atracadores y ladrones de casas —dijo el vendedor—. Letalmente certero hasta a veinte metros de distancia.
—Quince —dije yo—. Tenía entendido quince.
El cambista alzó las cejas.
—Vale, digamos que quince. Cualquiera que sea lo bastante estúpido…
… como para intentar limpiarme el dinero se va a acercar mucho más que eso, ya me conozco el rollo.
—… para asaltarle tendrá que acercarse, o sea que, ¿qué me dice?
Mi primer impulso, solo por romper esa sensación de armonía como de campanillas pero discordante, fue decirle que quería otra cosa, a lo mejor un .45, pero romper la armonía quizá fuese mala idea. ¿Quién sabía? Lo que sí sabía era que el .38 que había comprado en Derry había cumplido.
—¿Cuánto?
—Se lo dejo por doce.
Eran dos dólares más de lo que había pagado en Derry, pero claro, aquello había sido cuatro años y medio atrás. Con el ajuste por la inflación, doce parecía más o menos correcto. Le dije que añadiera una caja de balas y trato hecho.
Cuando el prestamista me vio guardar el arma y la munición en el maletín que llevaba conmigo a tal efecto, me dijo:
—¿Por qué no me deja venderle una funda, hijo? No parece de por aquí y es probable que no lo sepa, pero en Texas es legal ir armado, no hace falta permiso si no tiene antecedentes penales. ¿Tiene antecedentes penales?
—No, pero no espero que me atraquen a plena luz del día.
El vendedor me dedicó una sonrisa siniestra.
—En Greenville Avenue nunca se sabe qué puede pasar. Hace unos años un tipo se voló la tapa de los sesos a solo una manzana y media de aquí.
—¿De verdad?
—Sí, señor, delante de un bar llamado La Rosa del Desierto. Por una mujer, claro está. ¿Cómo no?
—Ya —dije—. Aunque a veces es por política.
—No, qué va, detrás siempre hay una mujer, hijo. —Se rio.
Había aparcado cuatro manzanas al oeste de la casa de empeños y, para volver a mi nuevo coche (nuevo por lo menos para mí), tenía que pasar por delante de la Financiera Faith, donde había realizado mi apuesta por los Piratas Milagrosos en otoño de 1960. El vivales que había pagado mis mil doscientos estaba fumando delante. Llevaba su visera verde. Sus ojos pasaron por encima de mí, pero no pareció interesarse ni reconocerme.