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Lo que vi de Lee y Marina durante enero y febrero de 1963 me hizo pensar en una camiseta que Christy a veces llevaba durante el último año de nuestro matrimonio. Delante había un fiero pirata sonriente con el siguiente mensaje debajo: LAS PALIZAS SEGUIRÁN HASTA QUE MEJORE LA MORAL. Ese invierno abundaron las palizas en el 904 de Elsbeth Street. Los vecinos del barrio oímos los gritos de Lee y los chillidos de Marina, a veces de rabia, a veces de dolor. Nadie hizo nada, yo incluido.

Tampoco es que ella fuera la única mujer que se llevaba palizas regulares en Oak Cliff; las Broncas del Viernes y el Sábado Noche parecían una tradición local. Lo único que recuerdo haber deseado durante esos deprimentes meses grises fue que el sórdido e interminable culebrón terminase para poder estar con Sadie a jornada completa. Verificaría que Lee estaba solo al intentar asesinar al general Walker y después remataría mi faena. Que Oswald actuase a solas una vez no significaba necesariamente que hubiese actuado por su cuenta en ambas ocasiones, pero era lo más que yo podía conseguir. Una vez unidos los puntos —la mayoría de ellos, por lo menos—, escogería un momento y un lugar y dispararía a Lee Oswald con la misma frialdad con la que había disparado a Frank Dunning.

Pasó el tiempo. Despacio, pero pasó. Y entonces, un día, poco antes de que los Oswald se mudasen al piso de encima del mío en Neely Street, vi que Marina hablaba con la anciana del andador y el pelo a lo Elsa Lanchester. Las dos sonreían. La anciana le preguntó algo. Marina se rio, asintió y estiró los brazos por delante de su barriga.

Me quedé plantado ante mi ventana con la cortina retirada, los prismáticos en una mano y la boca abierta. Las notas de Al no decían nada sobre esa novedad; o no lo había sabido o no le había importado. Pero a mí sí me importaba.

La mujer del hombre al que yo había esperado cuatro años para matarlo volvía a estar embarazada.