Más avanzado ese mismo mes, regresé de uno de mis placenteros fines de semana con Sadie para descubrir que Marina y June habían vuelto a instalarse en el cuchitril de Elsbeth Street. Durante una breve temporada, la familia pareció vivir en paz. Lee se iba a trabajar —esta vez creando ampliaciones fotográficas en vez de puertas mosquiteras de aluminio— y volvía a casa, en ocasiones con flores. Marina lo recibía con besos. Una vez le enseñó el jardín de delante, del que había recogido toda la basura, y él aplaudió. Eso la hizo reír y, cuando lo hizo, me fijé en que le habían arreglado los dientes. No sé cuánto tuvo que ver George Bouhe en eso, pero imagino que mucho.
Presencié esa escena desde la esquina, y me sorprendió de nuevo la voz ronca de la anciana del andador.
—No durará, puede estar seguro.
—Quizá tenga razón.
—Lo más probable es que la mate. Lo he visto otras veces. —Bajo su pelo eléctrico, sus ojos me contemplaban con frío desprecio—. Y usted no piensa intervenir, ¿me equivoco, figura?
—Sí —respondí yo—. Si la cosa empeora mucho, intervendré.
Era una promesa que pensaba cumplir, aunque no por Marina.