Esa noche hubo otra discusión delante de la casa de Elsbeth Street, y una vez más la mayoría de los vecinos inmediatos salieron a mirar. Sintiéndome seguro entre la masa, me uní a ellos.
Alguien —Bouhe casi a ciencia cierta— había enviado a George y Jeanne de Mohrenschildt a recoger el resto de las cosas de Marina. Bouhe probablemente había pensado que eran los únicos que podrían entrar sin que hubiese que amarrar a Lee.
—¡Y una mierda voy a darle nada! —gritó Lee, ajeno a los embelesados vecinos que no perdían comba. Se le marcaban las venas del cuello; su cara había adoptado de nuevo aquel rojo encendido.
Cómo debía de odiar esa tendencia a ruborizarse como una chiquilla a la que habían pillado pasando notas de amor.
De Mohrenschildt adoptó la estrategia del hombre razonable.
—Piensa, amigo mío. Así todavía queda una oportunidad. Si manda a la policía… —Se encogió de hombros y alzó las manos hacia el cielo.
—Dame una hora, entonces —dijo Lee. Enseñaba los dientes, pero esa expresión era lo más lejano del mundo a una sonrisa—. Así podré clavar un cuchillo a todos y cada uno de sus vestidos y romper todos y cada uno de los juguetes que esos chupópteros enviaron para comprar a mi hija.
—¿Qué pasa? —me preguntó un joven. Rondaba los veinte años e iba montado en bicicleta.
—Una pelea doméstica, supongo.
—Osmont, o como se llame, ¿no? ¿La rusa lo ha dejado? Ya iba siendo hora, diría yo. Ese tío está loco. Es un rojo, ¿lo sabía?
—Creo que oí algo.
Lee subía hecho una furia los escalones del porche, con la cabeza alta y la espalda recta —Napoleón retirándose de Moscú—, cuando Jeanne de Mohrenschildt le dio una voz.
—¡Para, estupidnik!
Lee se volvió hacia ella, con los ojos muy abiertos y cara de incredulidad… y dolor. Miró a De Mohrenschildt con una expresión que decía «¿No puedes controlar a tu mujer?», pero su amigo no dijo nada. Parecía que se lo estaba pasando bien. Como un hastiado aficionado al teatro viendo una obra que no está tan mal. No es fantástica, no es Shakespeare, pero es un pasatiempo perfectamente aceptable.
Jeanne siguió:
—Si quieres a tu mujer, Lee, deja de actuar como un niñato malcriado, por el amor de Dios. Compórtate.
—No puedes hablarme así. —Bajo presión, se le notaba más el acento sureño.
—Puedo y lo hago —replicó ella—. Déjanos recoger sus cosas o llamaré yo misma a la policía.
—Dile que se calle y se ocupe de sus asuntos, George —dijo Lee. De Mohrenschildt se rio con ganas.
—Hoy tú eres nuestro asunto, Lee. —Después se puso serio—. Te estoy perdiendo el respeto, camarada. Déjanos pasar ya.
Si valoras mi amistad como yo valoro la tuya, déjanos pasar de una vez.
Lee hundió los hombros y se hizo a un lado. Jeanne subió los escalones con paso decidido y sin dedicarle una mirada siquiera, pero De Mohrenschildt se paró y envolvió a Lee, que estaba ya angustiosamente delgado, en un poderoso abrazo. Al cabo de unos instantes, Oswald correspondió al gesto. Me di cuenta (con una mezcla de pena y asco) de que el chico, porque eso es lo que era en realidad, se había puesto a llorar.
—¿Qué son? —preguntó el joven de la bici—, ¿una pareja de raritos?
—Sí que son raritos, sí —dije yo—, pero no en el sentido que tú crees.