5

Tuve dos vidas a finales de 1962 y principios de 1963. La buena estaba en Jodie, y en el Candlewood de Kileen. La otra estaba en Dallas, una ciudad que me recordaba cada vez más a Derry.

Lee y Marina volvieron. Su primera parada en Dallas fue un cuchitril doblando la esquina de Neely Oeste Street. De Mohrenschildt les ayudó con la mudanza. De George Bouhe no había ni rastro. Tampoco de ninguno de los demás emigrados rusos. Lee los había ahuyentado. «Lo odiaban», había escrito Al en sus notas, y debajo de eso: «Es lo que él quería».

El destartalado edificio de ladrillo rojo del 604 de Elsbeth Street había sido dividido en cuatro o cinco pisos llenos a reventar de individuos pobres que trabajaban mucho, bebían mucho y engendraban hordas de críos gritones con las narices llenas de mocos. De hecho, aquella casa conseguía que hasta el domicilio de los Oswald en Fort Worth pareciera bueno.

No necesité asistencia electrónica para supervisar el deterioro de su matrimonio; Marina siguió llevando pantalones cortos aun después de que llegara el frío, como si quisiera provocarlo con sus moratones. Y su atractivo sexual, claro. June por lo general se sentaba entre ellos en su cochecito. Ya no lloraba mucho durante sus peleas a gritos; se limitaba a observar, chupando su pulgar o un chupete.

Un día de noviembre de 1962, volví de la biblioteca y vi a Lee y Marina en la esquina de Neely Oeste con Elsbeth, gritándose. Varias personas (en su mayoría mujeres, a esa hora del día) habían salido a los porches a mirar. June esperaba en su cochecito envuelta en una manta rosa peluda, callada y olvidada.

Discutían en ruso, pero el dedo acusador de Lee dejaba claro cuál era la última manzana de la discordia. Marina llevaba una falda negra recta —no sé si por aquel entonces las llamaban faldas de tubo o no— y llevaba medio bajada la cremallera de la cadera izquierda. Lo más probable era que se hubiera enganchado con la tela pero, escuchando las soflamas de Oswald, cualquiera diría que iba provocando al personal.

Marina se echó el pelo hacia atrás, señaló a June, después indicó con una mano la casa que habitaban en aquel entonces —los canalones rotos de los que goteaba agua negra, la basura y las latas de cerveza del jardín delantero baldío— y le gritó en inglés:

—¡Dices mentiras alegres y después traes mujer e hija a esta pocilga!

Lee se puso rojo como un tomate y cruzó con fuerza los brazos sobre su pecho delgado, como si quisiera apresar sus manos para impedirles que hicieran daño. Podría haberlo conseguido —por esa vez, al menos— si ella no se hubiera reído y no hubiese movido el índice al lado de su oreja, un gesto que debe de ser común a todas las culturas. Luego empezó a girar sobre sus talones. Él la hizo volver de un tirón que la hizo chocar con el cochecito y casi volcarlo. Después le dio un tortazo. Marina cayó sobre la acera agrietada y se cubrió la cara cuando él se inclinó sobre ella.

—¡No, Lee, no! ¡No pegar mí más!

Lee no le pegó. La puso en pie a estirones y en lugar de eso la zarandeó. La cabeza de Marina daba tumbos de un lado a otro.

—¡Oye! —dijo una voz ronca a mi izquierda que me sobresaltó—. ¡Oye, chico!

Era una anciana con un andador. Estaba plantada en su porche con un camisón de franela rosa y una chaqueta acolchada encima. Llevaba el pelo canoso peinado hacia arriba, lo que me recordó la permanente de veinte mil voltios de Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein.

—¡Ese hombre está pegando a esa mujer! ¡Ve a pararle!

—No, señora —dije yo con voz vacilante. Pensé en añadir «No pienso interponerme entre un hombre y su mujer», pero eso hubiera sido mentira. La verdad era que no pensaba hacer nada que pudiera alterar el futuro.

—Cobarde —me espetó ella.

«Llame a la poli», estuve a punto de decir, pero me contuve justo a tiempo. Si a la viejecita no se le había pasado por la cabeza y yo le daba la idea, eso también cambiaría el curso del futuro. ¿Intervino la policía? ¿Alguna vez? El cuaderno de Al no decía nada de eso. Lo único que sabía era que Oswald nunca sería juzgado por maltrato conyugal. Supongo que en aquella época y aquel lugar, pocos hombres lo eran.

La estaba arrastrando por la acera con una mano mientras con la otra tiraba del cochecito. La anciana me dedicó una última mirada fulminante y después se metió de nuevo en su casa. El resto de espectadores estaban haciendo lo mismo. El espectáculo había terminado.

Yo los imité, pero saqué mis prismáticos y peiné con ellos la monstruosidad de ladrillo visto que había cruzando la calle en diagonal. Dos horas más tarde, justo cuando estaba a punto de renunciar a la vigilancia, Marina apareció con la maletita rosa en una mano y la niña envuelta en una manta en la otra. Se había cambiado la falda de la discordia por unos pantalones y lo que parecían ser dos jerséis; el día había refrescado. Cruzó la calle a paso rápido, mirando por encima del hombro un par de veces por si veía a Lee. Cuando estuve seguro de que él no la seguía, lo hice yo.

Llegó hasta el túnel de lavado Míster Car Wash, que estaba a cuatro manzanas por Davis Oeste, y usó la cabina de teléfono del establecimiento. Me senté en la parada de autobús del otro lado de la calle con un periódico abierto delante. Al cabo de veinte minutos, apareció el fiel George Bouhe. Marina habló con él en tono vehemente. Bouhe la acompañó hasta el lado del copiloto del coche y le abrió la puerta. Ella sonrió y le dio un piquito en la comisura de la boca. Estoy seguro de que él atesoró ambos gestos. Después se puso al volante y se alejaron.