Ese otoño e invierno adoptamos una rutina. Yo bajaba en coche a Jodie los viernes por la tarde. A veces, por el camino, compraba flores en la floristería de Round Hill. En ocasiones iba a cortarme el pelo a la barbería de Jodie, que era un lugar genial para enterarse de los chismorreos locales. Además, me había acostumbrado a llevarlo corto. Recordaba cuando lo llevaba tan largo que se me metía en los ojos, pero no por qué había aguantado esa molestia. Acostumbrarse a llevar slips en vez de boxers fue un poco más difícil, pero al cabo de un tiempo mis pelotas dejaron de quejarse de que se asfixiaban.
Solíamos comer en el Al’s Diner esas tardes, y después íbamos al partido de fútbol. El equipo no era gran cosa sin Jim LaDue, pero siempre peleaba. A veces Deke nos acompañaba, y entonces llevaba su camiseta de la universidad con Brian el León Luchador de Dentón en el pecho.
La señorita Ellie no venía nunca.
Su desaprobación no nos impedía ir a los Bungalows Candlewood después del partido del viernes. Por lo general me quedaba allí solo los sábados por la noche, y los domingos acompañaba a Sadie a misa en la Primera Iglesia Metodista de Jodie. Compartíamos un himnario y cantábamos muchos versos de «Trayendo sus gavillas». «Sembrando por la mañana, sembrando semillas de bondad.…». La melodía y esas buenas intenciones todavía resuenan en mi cabeza.
Después de misa almorzábamos en su casa, y después de eso yo volvía a Dallas. Cada vez que hacía ese trayecto, más largo me parecía y menos me gustaba. Hasta que en un día gélido de mediados de diciembre a mi Ford se le rompió una biela, como si expresara así su opinión de que viajábamos en dirección contraria. Quería repararlo —aquel Sunliner descapotable ha sido el único coche que he amado de verdad— pero el tipo del taller de Kileen me dijo que necesitaría un motor entero nuevo y que no tenía ni idea de dónde podría echar mano de uno.
Recurrí a mi aún abundante (bueno, relativamente) reserva de efectivo y compré un Chevrolet de 1959, uno de esos con las aletas virgueras estilo ala de gaviota. Era un buen coche, y Sadie dijo que le chiflaba, pero para mí nunca llegó a ser lo mismo.
Pasamos la Nochebuena juntos en Candlewood. Puse una rama de acebo en el vestidor y le regalé una rebeca. Ella me regaló un par de mocasines que llevo puestos ahora mismo. Hay cosas que no se tiran nunca.
El 26 de diciembre cenamos en su casa y, mientras yo ponía la mesa, el Plymouth de Deke entró en el camino de acceso. Eso me sorprendió, porque Sadie no había dicho que fuéramos a tener compañía. Me sorprendió más aún ver a la señorita Ellie en el asiento del copiloto. Su manera de quedarse allí plantada con los brazos cruzados mirando mi nuevo coche me aclaró que no era el único al que habían mantenido en la ignorancia acerca de la lista de invitados. Aun así, justo es reconocerlo, me saludó con una aceptable imitación de afecto y me dio un beso en la mejilla. Llevaba un gorro de punto que la hacía parecer una niña anciana, y me ofreció una prieta sonrisa de agradecimiento cuando se lo quité de la cabeza.
—A mí tampoco me llegó la circular —dije.
Deke me estrujó la mano.
—Feliz Navidad, George. Me alegro de verte. Caramba, qué bien huele.
Se dirigió a la cocina. Al cabo de un momento oí que Sadie se reía y decía:
—Quita esos dedos de ahí, Deke, ¿es que tu madre no te enseñó nada?
Ellie se estaba desabrochando poco a poco los botones de su abrigo, sin apartar los ojos de mi cara.
—¿Es sensato? —preguntó—. Lo que estáis haciendo tú y Sadie… ¿es sensato?
Antes de que pudiera responder, Sadie entró con el pavo con el que andaba a vueltas desde que habíamos regresado de Candlewood. Nos sentamos y unimos las manos.
—Bendice Señor estos alimentos para nuestro cuerpo —dijo Sadie—, y bendice nuestra comunión, los unos con los otros, para nuestra mente y nuestro espíritu.
Empecé a aflojar las manos, pero ella todavía me tenía agarrada con su izquierda y Ellie con su derecha.
—Y bendice a George y Ellie con la amistad. Ayuda a George a recordar la bondad de Ellie y ayuda a Ellie a recordar que, sin George, habría una chica de este pueblo con la cara destrozada por las cicatrices. Los amo a los dos y es triste ver la desconfianza en sus ojos. Por Jesús, amén.
—¡Amén! —dijo Deke de todo corazón—. ¡Buena oración! —Guiñó un ojo a Ellie.
Creo que una parte de Ellie deseaba levantarse y marcharse. Quizá fue la referencia a Bobbi Jill lo que la detuvo. O tal vez fue lo mucho que había llegado a gustarle la nueva bibliotecaria de su escuela. Puede que hasta tuviera un poco que ver conmigo. Me gusta pensar eso.
Sadie miraba a la señorita Ellie con toda su antigua ansiedad.
—Ese pavo tiene una pinta estupenda —dijo Ellie, y me pasó su plato—. ¿Me pones un muslo, George? Y no racanees con el relleno.
Sadie podía ser vulnerable y podía ser torpe, pero también podía ser muy, muy valiente.
Cuánto la quería.