De manera que, al final, solo hizo falta la amenaza de una guerra nuclear para juntarnos de nuevo; ¿no es romántico? Vale, a lo mejor no.
Deke Simmons, que era de la clase de hombres que llevan un pañuelo extra para las películas tristes, lo aprobó de corazón. Ellie Dockerty, no. Es algo curioso que he descubierto: a las mujeres se les da mejor guardar secretos, pero los hombres están más cómodos con ellos. Una semana o así después de que terminara la Crisis de los Misiles, Ellie llamó a Sadie a su despacho y cerró la puerta; mala señal. Con su característica franqueza, le preguntó si sabía algo más de mí que antes.
—No —respondió Sadie.
—Pero habéis vuelto.
—Sí.
—¿Sabes al menos dónde vive?
—No, pero tengo un número de teléfono.
Ellie puso los ojos en blanco, y ¿quién podría culparla?
—¿Te ha dicho algo, lo que sea, sobre su pasado? ¿Si ha estado casado? Porque creo que lo ha estado.
Sadie, que me había oído llamarla Christy la noche en que volví a su vida, guardó silencio.
—¿No habrá mencionado por casualidad si ha dejado un hijo o dos sueltos en alguna parte? Porque hay hombres que hacen eso, y un hombre que lo haya hecho una vez no dudará en…
—Señorita Ellie, ¿puedo volver ya a la biblioteca? He dejado a una estudiante a cargo y, aunque Helen es muy responsable, no me gusta que estén demasiado…
—Ve, ve. —Ellie agitó la mano hacia la puerta.
—Pensaba que George te caía bien —dijo Sadie mientras se levantaba.
—Y me cae bien —replicó Ellie en un tono que decía, según Sadie me contó luego, «me caía bien»—. Me caería aún mejor, y me gustaría más para ti, si supiera cómo se llama de verdad y en qué anda metido.
—No preguntar, no explicar —dijo Sadie mientras se dirigía a la puerta.
—¿Y eso qué se supone que significa?
—Que le quiero. Que me salvó la vida. Que todo lo que puedo darle a cambio es mi confianza, y pienso dársela.
La señorita Ellie era una de esas mujeres acostumbrada a decir la última palabra en la mayoría de las situaciones, pero esa vez no lo consiguió.