Cuando desperté con las primeras luces del amanecer, tenía la cremallera de los pantalones bajada y una mano habilidosa exploraba el interior de mis calzoncillos. La miré. Ella me contemplaba con calma.
—El mundo sigue aquí, George. Y nosotros también. Venga. Pero ten cuidado. Todavía me duele la cabeza.
Fui con cuidado, y lo hice durar. Hicimos que durase. Al final, ella alzó las caderas y me clavó las manos en los omoplatos. Era su agarrón «oh cielos, ay Dios mío, oh cariño».
—Cualquier cosa —susurró, y su aliento en mi oído me hizo estremecerme mientras eyaculaba—. Puedes ser cualquier cosa, hacer cualquier cosa, solo di que te quedarás. Y que aún me quieres.
—Sadie… nunca he dejado de quererte.
Desayunamos en su cocina antes de que volviera a Dallas. Le dije que de verdad estaba en Dallas esa vez y que, aunque todavía no tenía teléfono, le daría el número en cuanto lo tuviese.
Asintió y pinchó sus huevos con el tenedor.
—Hablaba en serio. No te haré más preguntas sobre tus asuntos.
—Es lo mejor. No preguntar, no explicar.
—¿Cómo?
—Da igual.
—Basta con que me digas que andas metido en algo bueno y no malo.
—Sí —dije—. Soy de los buenos.
—¿Podrás contármelo algún día?
—Espero que sí —contesté—. Sadie, esas fotos que te mandó…
—Las he roto esta mañana. No quiero hablar de ellas.
—No hace falta. Pero necesito que me digas que ese es todo el contacto que has tenido con él. Que no se ha pasado por aquí.
—No lo ha hecho. Y el sello del sobre era de Savannah.
Ya me había fijado. Pero también había reparado en que la fecha era de hacía casi dos meses.
—No es muy aficionado a la confrontación personal. Es la mar de valiente en su cabeza, pero creo que es un cobarde físico.
Me pareció una valoración certera; enviar esas fotos era un comportamiento pasivo-agresivo de libro. Aun así, ella había estado segura de que Clayton no descubriría dónde estaba viviendo y trabajando, y se había equivocado.
—El comportamiento de las personas mentalmente inestables es difícil de predecir, cariño. Si lo ves, llama a la policía, ¿vale?
—Sí, George. —Con una pizca de su impaciencia de antes—. Tengo que hacerte una pregunta, y después no hablaremos más de esto hasta que estés preparado. Si es que lo estás algún día.
—Vale. —Intenté preparar una respuesta a la pregunta que estaba seguro de que se avecinaba: «¿Eres del futuro, George?».
—Te parecerá una locura.
—Ha sido una noche loca. Adelante.
—¿Eres…? —Se rio, y luego empezó a recoger los platos. Los llevó al fregadero y, vuelta de espaldas, preguntó—: ¿Eres humano? O sea, ¿del planeta Tierra?
Fui hasta ella, la envolví con los brazos, puse mis manos en sus pechos y la besé en la nuca.
—Totalmente humano.
Ella se volvió. Estaba seria.
—¿Puedo hacer otra?
Suspiré.
—Dispara.
—Tengo al menos cuarenta minutos antes de vestirme para ir al instituto. ¿No llevarás por casualidad otro condón? Creo que he descubierto la cura para el dolor de cabeza.