El remite del sobre de papel manila era John Clayton, Oglethorpe Este Avenue, 79, Savannah, Georgia. Desde luego no podía acusarse al muy cabrón de ir de tapadillo o buscar el anonimato. La carta estaba sellada el 28 de agosto, de manera que ella probablemente se la encontró esperándola al volver de Reno. Había tenido casi dos meses para darle vueltas al contenido. ¿La había notado triste y deprimida al hablar con ella la noche del 6 de septiembre? Bueno, no era de extrañar, dadas las fotografías que su ex había tenido la amabilidad de mandarle.
«Todos estamos en peligro —me había dicho la última vez que hablé con ella por teléfono—. Johnny acertaba en eso».
Las imágenes eran de hombres, mujeres y niños japoneses. Víctimas de las explosiones atómicas de Hiroshima, Nagasaki o ambas. Algunos estaban ciegos. Muchos, calvos. La mayoría sufrían quemaduras a causa de radiación. Unos pocos, como la mujer sin cara, se habían abrasado. En una foto se veía un cuarteto de estatuas negras en posturas encogidas. Había cuatro personas delante de una pared cuando estalló la bomba. La gente se había vaporizado, al igual que la mayor parte del muro. Las únicas partes que habían aguantado eran las que habían quedado protegidas por las personas situadas ante ellas. Las formas eran negras porque estaban recubiertas de carne carbonizada.
En el dorso de cada fotografía había escrito el mismo mensaje con su letra clara y pulcra: «Pronto en Estados Unidos. El análisis estadístico no miente».
—Bonitas, ¿eh?
La voz de Sadie era inexpresiva y desanimada. Estaba plantada en el umbral, envuelta en la toalla. El pelo le caía sobre los hombros desnudos en mojados tirabuzones.
—¿Cuánto has bebido, Sadie?
—Solo un par de chupitos cuando vi que las pastillas no funcionaban. Creo que he intentado explicártelo cuando me estabas zarandeando y abofeteando.
—Si cuentas con que me disculpe, puedes esperar sentada. Los barbitúricos y el alcohol son una mala combinación.
—No importa —dijo ella—. Ya me han dado bofetadas otras veces.
Eso me hizo pensar en Marina, y me estremecí. No era lo mismo, pero un bofetón es un bofetón. Y yo había actuado con rabia además de con miedo.
Sadie fue a la silla del rincón, se sentó y se ajustó la toalla en torno al cuerpo. Parecía una niña enfurruñada. Una niña enfurruñada y asustada.
—Me llamó mi amigo Roger. ¿Te lo he dicho?
—Sí.
—Mi buen amigo Roger. —Sus ojos me retaron a sacar conclusiones. No lo hice. A fin de cuentas, era su vida. Yo solo quería asegurarme de que tuviera una.
—De acuerdo, tu buen amigo Roger.
—Me dijo que no me perdiera el discurso de esta noche del «gilipollas irlandés». Así lo llamó. Después me preguntó lo lejos que estaba Jodie de Dallas. Cuando se lo expliqué, me dijo: «Debería bastar, según hacia dónde sople el viento». Él se va a ir de Washington, como mucha gente, pero no creo que les sirva de nada. No hay quien huya de una guerra nuclear. —Entonces rompió a llorar, con unos sollozos roncos y desconsolados que estremecían su cuerpo entero—. ¡Esos idiotas van a destruir un mundo precioso! ¡Van a matar niños! ¡Los odio! ¡Los odio a todos! ¡Kennedy, Khrushcbev, Castro, espero que se pudran todos en el infierno!
Se tapó la cara con las manos. Me arrodillé como si fuera un caballero chapado a la antigua que se dispusiera a proponerle matrimonio y la abracé. Ella me pasó las manos por el cuello y me agarró casi como si se estuviera ahogando. Su cuerpo aún estaba frío por la ducha, pero la mejilla que apoyó en mi brazo estaba caliente como si tuviera fiebre.
En ese momento yo también los odié a todos, y a John Clayton el primero por plantar esa semilla en una joven que estaba insegura en su matrimonio y era psicológicamente vulnerable. Él la había plantado, regado, cuidado y visto crecer.
¿Y era Sadie la única aterrorizada esa noche, la única que se había entregado a las pastillas y el alcohol? ¿Cuánto y a qué velocidad estarían bebiendo en el Ivy Room en ese mismo momento? Había cometido la estupidez de dar por supuesto que la gente iba a vivir la Crisis de los Misiles de Cuba más o menos como cualquier otro incidente internacional pasajero porque cuando yo estudiaba no era más que otro cruce de nombres y fechas que debía memorizar para el siguiente parcial. Así es como se ven las cosas desde el futuro. Para la gente del valle (el oscuro valle) del presente, tienen otro aspecto.
—Las fotos estaban aquí cuando volví de Reno. —Me miró con sus ojos inyectados en sangre y asustados—. Quería tirarlas, pero no pude. No paraba de mirarlas.
—Eso es lo que quería el muy cabrón. Por eso te las envió.
No pareció oírme.
—El análisis estadístico es su hobby. Dice que algún día, cuando las computadoras sean lo bastante buenas, será la ciencia más importante, porque el análisis estadístico nunca se equivoca.
—No es verdad. —En mi imaginación vi a George de Mohrenschildt, el hechicero que era el único amigo de Lee—. Siempre hay una ventana de incertidumbre.
—Supongo que el día de las supercomputadoras de Johnny nunca llegará —dijo ella—. La gente, si es que queda alguien, vivirá en cuevas. Y el cielo… se acabó el azul. Oscuridad nuclear, así la llama Johnny.
—Es un cantamañanas, Sadie. Y tu amiguito Roger, otro.
Ella sacudió la cabeza. Sus ojos rojos me miraron con tristeza.
—Johnny sabía que los rusos iban a lanzar un satélite espacial. Entonces acabábamos de terminar el instituto. Me lo dijo en verano, y vaya si no, pusieron en órbita el Sputnik en octubre. «Ahora mandarán a un perro o un mono», dijo Johhny. «Después de eso enviarán a un hombre. Luego a dos hombres y una bomba».
—¿Y eso lo hicieron? ¿Lo hicieron, Sadie?
—Enviaron al perro, y enviaron al hombre. Fue una perra que se llamaba Laika, ¿te acuerdas? Murió allí arriba. Pobre animal. No tendrán que enviar a los dos hombres y la bomba, ¿verdad? Usarán sus misiles. Y nosotros, los nuestros. Todo por una isla de mierda en la que hacen puros.
—¿Sabes lo que dicen los magos?
—¿Los…? ¿De qué estás hablando?
—Dicen que puede engañarse a un científico, pero nunca a otro mago. Puede que tu ex enseñe ciencia, pero te aseguro que no es ningún mago. Los rusos, en cambio, lo son.
—Lo que dices no tiene sentido. Johnny cree que los rusos tienen que pelear por narices, y pronto, porque ahora tienen superioridad de misiles, pero no será por mucho tiempo. Por eso no se echan atrás con lo de Cuba. Es un pretexto.
—Johnny ha visto demasiados partes de noticias de misiles paseados por la plaza Roja el Primero de Mayo. Lo que él no sabe, y tampoco lo sabe el senador Kuchel, probablemente, es que más de la mitad de esos misiles no tienen motor.
—No sabes… No puedes…
—El no sabe cuántos de sus ICBM explotan en sus plataformas de lanzamiento de Siberia porque sus expertos en cohetería son unos incompetentes. No sabe que más de la mitad de los misiles que nuestros aviones U-2 han fotografiado en realidad son árboles pintados con alerones de cartón. Es ilusionismo, Sadie. Engaña a los científicos como Johnny y a los políticos como el senador Kuchel, pero jamás engañaría a otro prestidigitador.
—Eso no es… No es… —Guardó silencio durante un instante, mordiéndose los labios. Después dijo—: ¿Cómo puedes saber cosas así?
—No puedo decírtelo.
—Entonces no puedo creerte. Johnny dijo que Kennedy iba a ser el candidato del Partido Demócrata, aunque todo el mundo pensaba que sería Humphrey porque Kennedy es católico. Analizó los estados donde había primarias, echó cuentas y acertó. Dijo que Johnson sería el candidato a vicepresidente de Kennedy porque era el único sureño que sería aceptable al norte de la línea Mason-Dixon. También acertó. Kennedy salió y ahora va a matarnos a todos. El análisis estadístico no miente. Respiré hondo.
—Sadie, quiero que me escuches. Con mucha atención. ¿Estás lo bastante despierta?
Por un momento no hubo respuesta. Luego la noté asentir contra la piel de mi brazo.
—Estamos en la madrugada del martes. Esta crisis durará otros tres días. A lo mejor son cuatro, no lo recuerdo.
—¿Qué quieres decir con que no lo recuerdas?
Quiero decir que no salía nada de esto en las notas de Al, y mi única asignatura de historia de Estados Unidos la tuve hace casi veinte años. Es un milagro que aún recuerde ciertas cosas.
—Bloquearemos Cuba, pero el único barco ruso que detendremos no llevará nada a bordo salvo comida y productos comerciales. Los rusos fanfarronearán, pero para el jueves o el viernes estarán muertos de miedo y buscando una salida. Uno de los peces gordos de la diplomacia rusa establecerá un canal independiente de comunicación con un tipo de la tele. —Y como de la nada, del mismo modo en que me vienen de vez en cuando las respuestas de los crucigramas, recordé el nombre. O casi—. Se llama John Scolari, o algo parecido…
—¿Scali? ¿Estás hablando de John Scali, el de las noticias de la ABC?
—Sí, ése. Eso pasará el viernes o el sábado, mientras el resto del mundo, incluidos tu ex marido y tu amiguito de Yale, solo espera una orden para meter la cabeza entre las piernas y darle un beso de despedida a su culo.
Me sorprendió y animó oírle soltar una risilla.
—Ese ruso dirá, más o menos… —Aquí puse un acento ruso bastante conseguido; se lo había escuchado a la mujer de Lee. También a Boris y Natasha de Las aventuras de Rocky y Bullwinkle—. «Comunique a su Priesidiente que quierriemos una forma de salir de esta con honorr. Ustiedes accieden a rietirar sus misiles de Turrquía. Promieten no infadir nunca Kuba. Nosiotrros disimos okay y diesmantielamos misiles de Kuba». Y eso, Sadie, es exactamente lo que va a pasar.
Ya no se reía. Me miraba con unos ojos como platos.
—Te lo estás inventando para tranquilizarme.
No dije nada.
—No —susurró—. Lo crees de verdad.
—Falso —corregí—. Lo sé. Es muy distinto.
—George…, nadie conoce el futuro.
—John Clayton afirma que lo conoce, y a él le crees. Roger de Yale afirma que lo conoce, y a él también le crees.
—Estás celoso de él, ¿verdad?
—Pues sí, joder.
—No me he acostado con él. Ni siquiera he querido nunca. —Con solemnidad, añadió—: Jamás podría acostarme con un hombre que lleva tanta colonia.
—Es bueno saberlo. Sigo celoso.
—¿Podría preguntarte cómo…?
—No. No responderé. —Probablemente no debería haberle contado ni siquiera lo que ya había dicho, pero no había podido contenerme. Para ser sincero, volvería a hacerlo—. Pero te diré otra cosa, y eso podrás comprobarlo sola dentro de un par de días. Adlai Stevenson y el representante ruso en la ONU tendrán un encontronazo en la Asamblea General. Stevenson enseñará unas fotos enormes de las bases de misiles que los rusos están construyendo en Cuba y le pedirá al ruso que explique lo que ellos dijeron que no estaba allí. El ruso replicará algo en plan: «Dieben esperrar, no puedo riesponder sin una trraducsión complieta». Y Stevenson, que sabe que el tipo habla un inglés perfecto, dirá algo que pasará a la historia junto con «no disparen hasta que les vean el blanco de los ojos». Le dirá al ruso que puede esperar hasta que se hiele el infierno.
Me miró poco convencida, se volvió hacia la mesita de noche, vio el paquete chamuscado de Winston encima del montículo de colillas aplastadas y dijo:
—Creo que me he quedado sin tabaco.
—Aguantarás hasta la mañana —respondí en tono seco—. Yo diría que te has metido entre pecho y espalda el suministro de una semana, más o menos.
—George… —Lo dijo con un hilo de voz, muy tímida—. ¿Te quedas conmigo esta noche?
—Tengo el coche aparcado en tu…
—Si alguna de las chismosas del barrio dice algo, les contaré que viniste a verme después del discurso del presidente y que luego el coche no arrancaba.
A la vista de cómo funcionaba el Sunliner últimamente, la historia era plausible.
—¿Tu repentina preocupación por el decoro significa que ha dejado de inquietarte el apocalipsis nuclear?
—No lo sé. Solo sé que no quiero estar sola. Hasta haré el amor contigo si eso consigue que te quedes, pero no creo que disfrutemos mucho ninguno de los dos. Tengo un dolor de cabeza espantoso.
—No tienes que hacer el amor conmigo, cariño. No es un acuerdo de negocios.
—No quería…
—Chis. Iré por una aspirina.
—Y mira encima del botiquín del baño, haz el favor. A veces dejo allí un paquete de tabaco.
Encontré uno, pero para cuando le dio tres caladas al cigarrillo que le encendí, se le cerraban los ojos y cabeceaba. Se lo quité de los dedos y lo apagué en la ladera del monte Cáncer. Después la abracé y me recosté en las almohadas. Nos dormimos así.