8

La radio de mi coche, que volvía a funcionar, no emitía nada que no fuese una ración cada vez mayor de calamidades mientras yo perseguía mis luces por la Autopista 77. Hasta los pinchadiscos se habían contagiado de la Gripe Nuclear y decían cosas como «Que Dios bendiga a América» y «No gasten su pólvora en salvas». Cuando el locutor de la K-Life puso a Johnny Horton maullando «El himno de batalla de la República», la apagué de golpe. Se parecía demasiado al día después del 11-S.

Seguí pisando a fondo a pesar del sonido cada vez más forzado del motor del Sunliner y del modo en que la aguja del dial de TEMP MOTOR iba avanzando hacia el extremo derecho. Las carreteras estaban todas poco menos que desiertas, y enfilé el camino de entrada de la casa de Sadie cuando pasaban muy poco de las doce y media de la madrugada del día 23. Su Volkswagen Escarabajo amarillo estaba aparcado delante de las puertas cerradas del garaje, y la luz del piso de arriba estaba encendida, pero no hubo respuesta cuando llamé al timbre. Di la vuelta a la casa y aporreé la puerta de la cocina, también sin resultado. Aquello cada vez me gustaba menos.

Sadie guardaba una llave de repuesto bajo el peldaño de atrás. La saqué y abrí. El inconfundible aroma del whisky me golpeó la nariz. También olía a cigarrillos rancios.

—¿Sadie?

Nada. Crucé la cocina y pasé al salón. Había un cenicero rebosante sobre la mesa baja de delante del sofá, y un líquido empapaba las revistas Life y Look que había extendidas sobre ella. Mojé los dedos en él y me los llevé a la nariz. Whisky escocés. Mierda.

—¿Sadie?

Entonces me llegó otro olor que conocía bien de las últimas juergas de Christy: el intenso hedor del vómito.

Crucé corriendo el corto pasillo del otro lado del salón. Había dos puertas, una delante de la otra: la de su dormitorio y la que llevaba a un despacho o estudio. Estaban cerradas, pero la puerta del baño al final del pasillo estaba abierta. La cruel luz fluorescente mostraba manchurrones de vómito en el anillo del váter. Había más en el suelo de baldosas rosa y en el borde de la bañera. Vi un frasco de pastillas junto a la jabonera del lavabo. Estaba destapado. Corrí al dormitorio.

Estaba tumbada de través sobre el cobertor deshecho, en combinación y con un mocasín puesto. El otro había caído al suelo. Su piel presentaba el color de la cera vieja de vela, y no parecía respirar. Entonces emitió un enorme ronquido entrecortado y expulsó el aire con un jadeo. Su pecho permaneció plano durante cuatro terroríficos segundos y después se sacudió con otro aliento discontinuo. Había otro cenicero rebosante sobre la mesita de noche. Un paquete arrugado de Winston, chamuscado en un extremo por un cigarrillo mal apagado, reposaba sobre las colillas. Junto al cenicero había un vaso medio vacío y una botella de Glenlivet. No faltaba mucho whisky —algo es algo—, pero no era la bebida lo que me preocupaba, sino las pastillas. También había en la mesa un sobre marrón de papel manila del que asomaban unas fotografías, aunque no las miré. No entonces.

Le pasé los brazos alrededor del cuerpo e intenté sentarla. La combinación era de seda y se me escurría de las manos. Sadie se desplomó de nuevo sobre la cama y emitió otra de esas respiraciones trabajosas y roncas. Su pelo cayó sobre un ojo cerrado.

—¡Sadie, despierta!

Nada. La agarré por los hombros, la levanté y la apoyé en la cabecera de la cama, que chocó contra la pared y tembló.

—Jame en paz. —Farfullando y débil, pero mejor que nada.

—¡Despierta, Sadie! ¡Tienes que despertar!

Empecé a darle suaves bofetadas. Siguió con los ojos cerrados, pero levantó las manos e intentó —débilmente— apartarme.

—¡Despierta! ¡Despierta, maldita sea!

Abrió los ojos, me miró sin reconocerme y volvió a cerrarlos. Pero respiraba con mayor normalidad. Ahora que estaba sentada, aquel estertor terrorífico había desaparecido.

Volví al baño, saqué su cepillo de dientes del vaso de plástico rosa y abrí el grifo del agua fría. Mientras llenaba el vaso, miré la etiqueta del frasco de pastillas. Nembutal. Quedaban unas diez o doce cápsulas, o sea que no había sido un intento de suicidio. Por lo menos conscientemente. Las tiré al váter y volví corriendo al dormitorio. Sadie se estaba deslizando desde la posición de sentada en que la había dejado y, con la cabeza inclinada hacia abajo y la barbilla pegada al esternón, su respiración se había vuelto entrecortada otra vez.

Dejé el vaso de agua en la mesita de noche y por un segundo me quedé paralizado al ver una de las fotografías que sobresalían del sobre. Podría haber sido una mujer —lo que quedaba de su pelo era largo— pero costaba saberlo a ciencia cierta. Donde debería de haber tenido la cara solo había carne viva con un agujero cerca de la parte de abajo. El agujero parecía gritar.

Icé a Sadie, agarré un puñado de pelo y tiré de su cabeza hacia atrás. Gimió algo que podría haber sido «No, eso duele». Después le tiré el agua del vaso a la cara. Dio un respingo y abrió los ojos de golpe.

—¿Yor? ¿Cases aquí, Yor? ¿Po qué toi moja?

—Despierta. Despierta, Sadie. —Empecé a abofetearla de nuevo, pero con más suavidad, casi como si le diera palmaditas. No bastó. Sus ojos empezaron a cerrarse otra vez.

—¡Fue… ra!

—No, si no quieres que llame a una ambulancia. Así podrás ver tu nombre en el periódico. Al consejo escolar le encantaría. Arriba.

Conseguí unir mis manos a su espalda y sacarla de la cama. La combinación se le subió por el cuerpo y después cayó de nuevo a su sitio cuando se desplomó de rodillas sobre la moqueta. Abrió mucho los ojos y gritó de dolor, pero logré ponerla en pie. Se tambaleó adelante y atrás, tratando de abofetearme con más fuerza.

—¡Fera! ¡Fera, Yor!

—No, madam. —Le pasé el brazo por la cintura y conseguí que avanzara hacia la puerta, medio guiándola y medio llevándola. Hicimos el giro hacia el baño y entonces le fallaron las rodillas. La llevé a peso, que no fue cualquier cosa, dada su estatura. Gracias a Dios por la adrenalina. Conseguí sentarla en el váter justo antes de que mis propias rodillas cedieran. Me faltaba el aliento, en parte por el esfuerzo pero sobre todo por el miedo. Ella empezó a inclinarse a estribor, y le di una palmada en su brazo desnudo; ¡zas!

—¡Ponte recta! —le grité a la cara—. ¡Ponte recta, Christy, me cago en todo!

Sus ojos lucharon hasta abrirse. Los tenía muy rojos.

—¿Jién Christy?

—La cantante de los putos Rolling Stones —respondí—. ¿Cuánto hace que tomas Nembutal? ¿Y cuántos te has tomado esta noche?

—Ngo reseta —dijo ella—. Nosunto tuyo, Yor.

—¿Cuántos? ¿Cuánto has bebido?

—Fue… ra.

Abrí a tope el grifo del agua fría de la bañera y después tiré de la palanca que ponía en marcha la ducha. Ella adivinó mis intenciones y empezó otra vez a abofetear.

—¡No, Yor! ¡No!

No le hice caso. No era la primera vez que metía a una mujer medio vestida en una ducha fría, y hay cosas que son como montar en bicicleta. La pasé por encima del borde de la bañera con un rápido levantamiento en dos tiempos que notaría en las lumbares al día siguiente, y después la sujeté con fuerza mientras el chorro de agua fría le azotaba y ella se revolvía. Estiró los brazos para agarrar la barra de las toallas, chillando. Ya tenía los ojos abiertos. Gotas de agua punteaban su melena. La combinación se volvió transparente y, a pesar de las circunstancias, fue imposible no sentir una punzada de lujuria cuando esas curvas quedaron a plena vista.

Sadie intentó salir. Volví a meterla.

—Ponte de pie, Sadie. Ponte de pie y aguanta.

—¿Cu… cuánto tiempo? ¡Está helada!

—Hasta que te vea algo de color en las mejillas.

—¿Po… por qué haces esto? —Le castañeteaban los dientes.

—¡Porque has estado a punto de matarte! —grité.

Ella se encogió. Resbaló con un pie, pero se agarró a la barra de las toallas y se mantuvo derecha. Volvían los reflejos. Bien.

—Las pa… pastillas no funcionaban, así que me puse una co… copa, nada más. Déjame salir, tengo mucho frío. Por favor, G-George, por favor déjame salir. —Tenía el pelo pegado a las mejillas y parecía una rata ahogada, pero le había vuelto un poco de color a la cara. No pasaba de un leve rubor, pero era un principio.

Cerré el grifo de la ducha, la envolví con los brazos y la sostuve mientras superaba con apuros el borde de la bañera. El agua de su combinación mojada roció la alfombrilla rosa. Le susurré al oído:

—Pensaba que estabas muerta. Cuando he entrado y te he visto allí tumbada, he pensado que estabas muerta, joder. Nunca sabrás lo que ha sido eso.

La solté. Ella me miró con los ojos muy abiertos e intrigados. Entonces dijo:

—John tenía razón. Y R-Roger también. Me ha llamado esta noche antes del discurso de Kennedy. Desde Washington. Así que, ¿qué más da? Dentro de una semana todos estaremos muertos. O desearemos estarlo.

Al principio no tuve ni idea de lo que hablaba. Veía a Christy allí plantada, goteando, despeinada y diciendo chorradas, y se me llevaban los demonios. Maldita cobarde, pensé. Debió de verlo en mis ojos, porque retrocedió.

Eso me despejó la cabeza. ¿Podía acusarla de cobarde solo porque yo sabía qué aspecto tenía el paisaje más allá del horizonte?

Cogí una toalla del toallero de encima del váter y se la pasé.

—Desnúdate y luego te secas —dije.

—Sal, entonces. Dame un poco de intimidad.

—Lo haré si me dices que estás despierta.

—Estoy despierta. —Me miró con grosero rencor y, tal vez, un ínfimo atisbo de humor—. Desde luego sabes entrar a lo grande, George.

Me volví hacia el botiquín.

—Ya no quedan —dijo ella—. Lo que no llevo dentro está en la taza.

Como había estado casado con Christy durante cuatro años, miré de todas formas. Después tiré de la cadena. Resuelto ese asunto, pasé por su lado en dirección a la puerta del baño.

—Te doy tres minutos —advertí.