Es un tópico del blues que nadie echa de menos su agua hasta que el pozo se seca, pero hasta la primavera de 1962 no caí en la cuenta de que la frase también valía para el correteo de unos piececillos sacudiendo tu techo. Partida la familia del piso de arriba, el 214 de Neely Oeste Street adoptó un ambiente lúgubre de casa encantada. Echaba de menos a Sadie, y empecé a preocuparme por ella de forma casi obsesiva. Bien pensado, podéis tachar el «casi». Ellie Dockerty y Deke Simmons no se tomaron en serio mi preocupación por su marido. Ni la propia Sadie se la tomaba en serio; me daba la impresión de que creía que intentaba meterle en el cuerpo el miedo a John Clayton para evitar que me expulsara por completo de su vida. Ninguno de ellos sabía que, si quitabas «Sadie», su nombre estaba a una sola sílaba de Doris Dunning. Ninguno de ellos conocía el efecto armónico, el cual parecía estar creando yo mismo con mi mera presencia en la Tierra de Antaño. Si ese era el caso, ¿quién tendría la culpa si a Sadie le pasaba algo?
Las pesadillas reaparecieron. Los sueños con Jimla.
Dejé de seguir a George de Mohrenschildt y empecé a dar largos paseos que se iniciaban por la tarde y no terminaban de vuelta en Neely Oeste Street hasta las nueve o incluso las diez de la noche. En ellos pensaba en Lee, que a esas alturas trabajaba de aprendiz de revelador en una empresa de artes gráficas de Dallas llamada Jaggars-Chiles-Stovall. O en Marina, que se había instalado temporalmente con una mujer recién divorciada de nombre Elena Hall. Ésta trabajaba para el dentista de George Bouhe, y era el dentista quien había estado al volante de la camioneta el día en que Marina y June se mudaron del cuchitril de Mercedes Street.
Más que nada pensaba en Sadie. Y en Sadie. Y en Sadie.
En uno de esos paseos, como me sentía sediento además de deprimido, paré en un tugurio del barrio llamado Ivy Room y pedí una cerveza. La máquina de los discos estaba apagada y entre los clientes reinaba un desacostumbrado silencio. Cuando la camarera me puso la cerveza delante y se volvió de inmediato para mirar la tele situada por encima de la barra, me di cuenta de que todo el mundo observaba al hombre al que había acudido a salvar. Tenía el rostro solemne, pálido y ojeroso.
—«Para detener esta escalada ofensiva, se ha iniciado una estricta cuarentena de todo el material ofensivo que viaje rumbo a Cuba. Se obligará a dar media vuelta a todo navío de cualquier clase destinado a Cuba si se descubre que contiene cargamentos de armas ofensivas».
—¡Cristo Dios! —exclamó un hombre que llevaba sombrero de vaquero—. ¿Se cree que los ruskis no harán nada al respecto?
—Cállate, Rolf —dijo el dueño—. Tenemos que oír esto.
—«Será la política de esta nación —prosiguió Kennedy— considerar que cualquier misil nuclear lanzado desde Cuba contra cualquier nación del Hemisferio Occidental es un ataque de la Unión Soviética a Estados Unidos, el cual exigirá una represalia completa sobre la Unión Soviética».
Una mujer del extremo de la barra emitió un gemido y se agarró el estómago. El hombre que estaba a su lado la envolvió con un brazo, y ella apoyó la cabeza en su hombro.
Lo que vi en la cara de Kennedy fue temor y determinación a partes iguales. Lo que también vi fue vida, una entrega total a la tarea que tenía entre manos. Faltaban exactamente trece meses para su cita con la bala del asesino.
—«Como precaución militar necesaria, he reforzado nuestra base de Guantánamo y evacuado hoy a las personas dependientes de nuestra dotación en ella».
—Invito a una ronda —proclamó de repente Rolf el Vaquero—. Porque esto parece el final del camino, amigos. —Dejó dos billetes de veinte junto a su vaso de chupitos, pero el dueño no hizo ademán de cogerlos. Estaba observando a Kennedy, que en ese momento conminaba al secretario Khrushchev a eliminar «esta amenaza clandestina, temeraria y provocadora a la paz mundial».
La camarera que me había servido la cerveza, una rubia teñida de unos cincuenta años con pinta de haber visto de todo, rompió a llorar de repente. Eso me decidió. Me levanté de mi taburete, me abrí paso entre las mesas cuyos ocupantes, hombres y mujeres, miraban el televisor como niños solemnes, y entré en una de las cabinas de teléfono junto a las máquinas de skee-ball.
La operadora me dijo que depositase cuarenta centavos para los tres primeros minutos. Eché dos monedas de veinticinco. El teléfono emitió un suave tintineo. De fondo, aún oía hablar a Kennedy con esa voz nasal de Nueva Inglaterra. Ahora acusaba al ministro soviético de Exteriores Andréi Gromiko de ser un mentiroso. Sin pelos en la lengua.
—Le paso, señor —dijo la operadora, que luego me espetó—: ¿Está escuchando al presidente? Si no, debería encender la tele o la radio.
—Le estoy escuchando —respondí. Sadie también lo estaría. Sadie, cuyo marido había soltado un montón de gilipolleces apocalípticas con un fino barniz de ciencia. Sadie, cuyo amigo político licenciado en Yale le había dicho que iba a pasar algo gordo en el Caribe. Un polvorín, probablemente Cuba.
No tenía ni idea de lo que iba a decir para tranquilizarla, pero eso no suponía un problema. El teléfono sonaba y sonaba. No me gustó. ¿Dónde estaría a las ocho y media de un lunes por la noche en Jodie? ¿En el cine? No me lo creía.
—Señor, su número no responde.
—Lo sé —dije, e hice una mueca cuando oí salir de mi boca la frase favorita de Lee.
Mis monedas resonaron al caer al cajetín de devolución cuando colgué. Me dispuse a meterlas de nuevo, pero cambié de idea. ¿De qué serviría llamar a la señorita Ellie? A esas alturas ya estaba en su lista negra. También en la de Deke, probablemente. Me mandarían a freír espárragos.
Mientras regresaba a la barra, Walter Cronkite mostraba en el telediario imágenes obtenidas por un avión U-2 de las bases de misiles soviéticas en construcción. Dijo que muchos congresistas estaban instando a Kennedy a que emprendiese misiones de bombardeo o lanzara una invasión a gran escala de inmediato. Las bases de misiles estadounidenses y el Mando Aéreo Estratégico habían pasado a DEFCON-4 por primera vez en la historia.
—«Bombarderos B-52 estadounidenses pronto patrullarán el exterior de las fronteras de la Unión Soviética —decía Cronkite con aquella voz grave y solemne—. Como es obvio para todos los que hemos informado sobre los últimos siete años de esta guerra fría cada vez más terrorífica, las posibilidades de que haya un error, un error potencialmente desastroso, crecen con cada nueva escalada de…».
—¡No esperéis! —gritó un hombre de pie junto a la mesa de billar—. ¡Machacad ahora mismo a bombazos a esos comunistas hijos de puta!
La sanguinaria consigna arrancó unos pocos gritos de protesta, pero en su mayor parte quedaron ahogados por una ronda de aplausos. Salí del Ivy Room y volví al trote a Neely Street. Cuando llegué, subí de un salto a mi Sunliner y arranqué rumbo a Jodie.