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Dormía en mi piso de Dallas por la noche y veía a Marina pasear al bebé en Fort Worth por el día. Mientras ocupaba así el tiempo, otro momento divisorio de los sesenta se avecinaba, pero no le hice caso. Estaba concentrado en los Oswald, que atravesaban otro espasmo doméstico.

Lee llegó temprano a casa del trabajo un día de la segunda semana de octubre. Marina había salido a pasear a June. Hablaron frente a la entrada de su casa, al otro lado de la calle. Hacia el final de la conversación, Marina pasó al inglés:

—¿Qué siñifica «dispido»?

Lee se lo explicó en ruso. Marina abrió los brazos en un gesto de «qué se le va a hacer» y lo abrazó. Lee le dio un beso en la mejilla y cogió al bebé del carrito. June se rio cuando la alzó por encima de su cabeza y tendió las manos hacia abajo para tirarle del pelo.

Entraron juntos. Una pequeña familia feliz plantando cara a una adversidad pasajera.

Eso duró hasta las cinco de la tarde. Me estaba preparando para volver en coche a Neely Street cuando vi que Marguerite Oswald se acercaba desde la parada del autobús de Winscott Street.

Se avecinan problemas, pensé, y vaya si tenía razón.

Una vez más, Marguerite salvó el peldaño suelto, que seguía sin reparar; una vez más entró sin llamar. Los fuegos artificiales empezaron en el acto. Era una tarde cálida y tenían las ventanas abiertas. No me molesté en sacar el micrófono parabólico. Lee y su madre discutían a todo volumen.

Al parecer no lo habían despedido de su empleo en Leslie Welding, a fin de cuentas; se había ido él. El jefe llamó a Vada Oswald, lo buscaban porque andaban cortos de personal, y al no recibir ayuda de la esposa de Robert, llamó a Marguerite.

—¡He mentido por ti, Lee! —gritó ésta—. ¡He dicho que tenías gripe! ¿Por qué siempre me obligas a mentir por ti?

—¡Yo no te obligo a hacer nada! —replicó él a voces. Estaban cara a cara en el salón—. ¡No te obligo a hacer nada y tú lo haces de todas formas!

—Lee, ¿cómo vas a mantener a tu familia? ¡Necesitas un trabajo!

—¡Bah, conseguiré trabajo! ¡No te preocupes por eso, mamá!

—¿Dónde?

—No lo sé…

—¡Vamos, Lee! ¿Cómo pagarás el alquiler?

—… pero ella tiene muchos amigos. —Señaló con el pulgar a Marina, que se encogió—. No valen para mucho, pero para esto servirán. Tienes que irte, mamá. Vuelve a casa. Déjame respirar.

Marguerite se abalanzó sobre el parque.

—¿De dónde ha salido esto?

—Los amigos que te decía. La mitad son ricos y el resto lo intenta. Les gusta hablar con Rina. —Lee hizo un gesto desdeñoso—. A los más viejos les gusta mirarle las tetas.

¡Lee! —Voz escandalizada, pero una expresión en la cara que era de… ¿satisfacción? ¿A Mamochka le complacía la furia que captaba en la voz de su hijo?

—Vamos, mamá. Danos un poco de espacio.

—¿Ella entiende que los hombres que regalan cosas siempre esperan algo a cambio? ¿Lo entiende, Lee?

¡Que te largues! —Sacudiendo los puños. Casi bailando de impotencia y rabia.

Marguerite sonrió.

—Estás alterado. Es normal. Volveré cuando estés más tranquilo. Y ayudaré. Yo siempre quiero ayudar.

Entonces, de improviso, salió disparada hacia Marina y el bebé. Fue como si pretendiera atacarlas. Cubrió de besos la cara de June y luego cruzó la habitación a zancadas. Al llegar a la puerta, se volvió y señaló el parque.

—Dile que le pase un trapo, Lee. Los trastos que la gente tira siempre tienen gérmenes. Si la niña se pone enferma, no podréis permitiros el médico.

—¡Mamá! ¡Vete!

—Eso hago. —Tan pancha. Hizo un gesto infantil de despedida con los dedos, y se fue.

Marina se acercó a Lee, sostenía al bebé como un escudo. Hablaron. Después gritaron. La solidaridad familiar se la llevó el viento; Marguerite se había encargado de eso. Lee cogió a la niña, la acunó sobre un brazo y luego —sin el menor aviso— dio un puñetazo en la cara a su mujer. Marina cayó, sangrando por la boca y la nariz y llorando sonoramente. Lee la miró. La criatura también lloraba. Lee acarició el fino pelo de June, le dio un beso en la mejilla y la meció un poco más. Marina apareció de nuevo en el encuadre, poniéndose en pie con esfuerzo. Lee le dio una patada en el costado y volvió a caer. No se veía otra cosa que la nube de su pelo.

Déjalo, pensé, aunque sabía que no lo haría. Coge a la niña y déjalo. Ve con George Bouhe. Calienta su cama si hace falta, pero aléjate de ese monstruo enclenque y su trauma materno a toda prisa.

Pero fue Lee quien la dejó, al menos por un tiempo. No volví a verlo por Mercedes Street.