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Las prédicas y los aspavientos descamisados de De Mohrenschildt —no muy diferentes de las payasadas de feriante de los evangelistas de derechas a los que vilipendiaba— me inquietaron profundamente. Había tenido la esperanza de que, si podía escuchar una conversación de hombre a hombre entre los dos, podría llegar muy lejos para eliminar a De Mohrenschildt como factor real en la intentona contra Walker y, por ende, el asesinato de Kennedy. Había asistido a la charla de hombre a hombre, pero esta no había hecho sino empeorar las cosas.

Algo parecía claro: había llegado el momento de despedirme, sin mucho pesar, de Mercedes Street. Había alquilado la planta baja del 214 de Neely Oeste Street. El 24 de septiembre, cargué en mi vetusto Ford Sunliner mi poca ropa, mis libros y mi máquina de escribir, y los trasladé a Dallas.

Las dos señoras gordas habían dejado a su paso una pocilga que apestaba a enfermo. Me encargué de la limpieza yo mismo y gracias a Dios de que la madriguera de conejo de Al hubiese ido a dar a una época en la que había ambientador en aerosol. Compré un televisor portátil a una familia que vendía sus trastos sobrantes y la planté en la encimera de la cocina, junto a los fogones (que yo denominaba el Gran Depósito de Grasas Antiguas). Mientras barría, lavaba platos, fregaba y rociaba, veía series de polis y ladrones como Los intocables, y cómicas como Coche 54, ¿dónde estás? Cuando los pasos y los gritos de los críos de arriba cesaban por las noches, me acostaba y dormía como un tronco. No había sueños.

Conservé la casa de Mercedes Street, pero no vi gran cosa en el 2703. A veces Marina metía a June en un carrito (otro regalo de su maduro admirador, el señor Bouhe) y la paseaba hasta el aparcamiento del almacén y de vuelta. Por las tardes, cuando salían de clase, las niñas de la comba a menudo las acompañaban. Marina incluso saltó un par de veces, cantando en ruso. La visión de su madre brincando con esa gran nube de pelo moreno al aire hacía reír al bebé. Las niñas de la comba también se reían. A Marina no le importaba. Hablaba mucho con ellas, y nunca parecía molestarle cuando la corregían con una risilla. Parecía complacida, a decir verdad. Lee no quería que aprendiese inglés, pero lo estaba aprendiendo de todas formas. Bien por ella.

El 2 de octubre de 1962, me desperté en mi piso de Neely Street en medio de un silencio sepulcral: ni pies corriendo ni gritos de la madre para que los dos críos se preparasen para ir al colegio. Se habían mudado en plena noche.

Fui al piso de arriba y probé mi llave en su puerta. No funcionó, pero la cerradura era de las de muelles y la forcé fácilmente con una percha. Vi una librería vacía en el salón. Taladré un agujerito en el suelo, enchufé la segunda lámpara-espía y colé el cable por el agujero hasta mi piso. Después coloqué encima la librería.

El dispositivo funcionaba bien, pero los carretes de la ingeniosa y pequeña grabadora japonesa solo arrancaban a girar cuando algún potencial inquilino acudía a ver el piso y tenía a bien encender la lámpara. Hubo curiosos, pero nadie se lo quedó. Hasta que se mudaron los Oswald, tuve la casa de Neely Street para mí solo. Después del escandaloso carnaval que había sido Mercedes Street, fue todo un alivio, aunque echaba un poco de menos a las niñas de la comba. Eran mi coro griego.