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Marina salió del cuarto del bebé con June en brazos. Lanzó una exclamación de alegría al ver a Bouhe, y le dio las gracias por el parque y lo que llamó, con su forzado vocabulario, los «jugares del niño». Bouhe presentó al delgado como Lawrence Orlov —coronel Lawrence Orlov, si no le importa— y a De Mohrenschildt como «un amigo de la comunidad rusa».

Bouhe y Orlov se pusieron manos a la obra para montar el parque en el centro del suelo. Marina se quedó con ellos, charlando en ruso. Al igual que Bouhe, se diría que Orlov no podía apartar la mirada de la joven madre. Marina llevaba un blusón y unos pantalones cortos que exhibían esas piernas que no se acababan nunca. La sonrisa de Lee había desaparecido. Retomaba su hosquedad habitual.

El problema era que De Mohrenschildt no pensaba permitírselo. Avistó el libro de Lee, se acercó de un salto a la mesa baja y lo cogió.

¿La rebelión de Atlas? —Hablaba solo para Lee, desentendiéndose por completo de los demás, que seguían admirando el parque nuevo—. ¿Ayn Rand? ¿Qué hace un joven revolucionario con esto?

—Conoce a tu enemigo —dijo Lee, y cuando De Mohrenschildt profirió una sonora carcajada, su sonrisa reapareció.

—¿Y qué opinión te merece el cri de coeur de la señorita Rand? —Eso hizo sonar una campanilla cuando volví a poner la cinta.

Escuché el comentario dos veces antes de caer en la cuenta: era, casi palabra por palabra, la misma expresión que había usado Mimi Corcoran al preguntarme por El guardián en el centeno.

—Creo que se ha tragado el señuelo envenenado —dijo Oswald—. Ahora gana dinero vendiéndolo a otros.

—Exacto, amigo mío. Nunca he oído una mejor descripción. Llegará el día en que las Rand del mundo responderán de sus crímenes. ¿Tú lo crees?

—Lo sé —respondió Lee, con total aplomo.

De Mohrenschildt dio una palmada en el sofá.

—Siéntate a mi lado. Quiero oír tus aventuras en la patria.

Bouhe y Orlov se acercaron a Lee y De Mohrenschildt. Hubo muchos dimes y diretes en ruso. Lee no parecía muy convencido, pero cuando De Mohrenschildt le dijo algo también en ruso, asintió y habló un momento con Marina. El gesto con la mano hacia la puerta lo dejaba bastante claro: «Vale, vete».

De Mohrenschildt lanzó las llaves de su coche a Bouhe, que no las atrapó. De Mohrenschildt y Lee cruzaron una mirada de burla compartida mientras Bouhe escarbaba en la sucia moqueta verde hasta encontrarlas. Entonces salieron, Marina con el bebé en brazos, y partieron en el barco que era el Cadillac de De Mohrenschildt.

—Ahora estamos tranquilos, amigo mío —dijo éste—. Y los hombres abrirán sus carteras, que no está mal, ¿verdad?

—Me estoy cansando de que siempre abran sus carteras —replicó Lee—. Rina empieza a olvidar que no volvimos a Estados Unidos solo para comprar un puñetero congelador y unos cuantos vestidos.

De Mohrenschildt le quitó importancia al asunto con un gesto de la mano.

—Sudor del lomo del cerdo capitalista. Hombre, ¿no te basta con vivir en este sitio tan deprimente?

—Desde luego no es gran cosa, ¿verdad? —dijo Lee.

De Mohrenschildt le dio una palmada en la espalda que casi fue lo bastante fuerte para apearlo del sofá.

—¡Anímate! Lo que tomes ahora, lo devolverás centuplicado más tarde. ¿No es eso lo que crees? —Esperó a que Lee asintiera—. Y ahora cuéntame cómo están las cosas en Rusia, camarada; ¿puedo llamarte camarada, o has repudiado ese tratamiento?

—Puedes llamarme lo que sea menos tarde para cenar —dijo Oswald, y se rio. Yo lo veía abrirse para De Mohrenschildt como una flor se abre al sol tras varios días de lluvia.

Lee habló de Rusia. Fue prolijo y pomposo. No me interesó mucho su diatriba sobre que la burocracia comunista había secuestrado todos los maravillosos ideales socialistas de antes de la guerra (pasó por alto la Gran Purga de Stalin en los años treinta). Tampoco me interesó su juicio de que Nikita Khrushchev era un idiota; era el mismo parloteo ocioso que podía oírse sobre los dirigentes de Estados Unidos en cualquier peluquería o puesto de limpiabotas del país. Oswald tal vez iba a cambiar el curso de la historia al cabo de apenas catorce meses, pero era un pelmazo.

Lo que me interesó fue el modo en que De Mohrenschildt le escuchaba. Lo hacía como lo hacen las personas más encantadoras y magnéticas del mundo, planteando siempre las preguntas adecuadas en el momento preciso, sin inquietarse o apartar la mirada del rostro de quien habla, haciendo que se sienta la persona más sabia, brillante e intelectualmente dotada del planeta. Quizá fuera la primera vez en la vida de Lee que le escuchaban así.

—Solo veo una esperanza para el socialismo —concluyó Lee—, y es Cuba. Allí la revolución aún es pura. Espero ir algún día. Quizá pida la ciudadanía.

De Mohrenschildt asintió con gravedad.

—No es ninguna tontería. Yo he estado, muchas veces, antes de que la administración actual pusiera trabas para viajar allí. Es un bello país… y ahora, gracias a Fidel, es un bello país que pertenece a la gente que vive en él.

—Lo sé. —Lee estaba radiante.

—Hay un pero. —De Mohrenschildt alzó un dedo magistral—. Si crees que los capitalistas americanos dejarán que Fidel, Raúl y el Che obren su magia sin interferir, vives en un mundo de fantasía. Los engranajes ya están girando. ¿Conoces a ese tal Walker?

Agucé el oído.

—¿Edwin Walker? ¿El general al que despidieron? —Lee dijo «dispidieron».

—Ese mismo.

—Lo conozco. Vive en Dallas. Se presentó a gobernador y no se comió un rosco. Después se fue a Mississippi a ponerse del lado de Ross Barnett cuando James Meredith acabó con la discriminación en la Universidad de Mississippi. No es más que otro pequeño Hitler segregacionista.

—Un racista, sin duda, pero para él la causa segregacionista y los pequeñoburgueses del Klan son solo una fachada. El ve la campaña en pro de los derechos de los negros como una maza para golpear los principios socialistas que tanto les preocupan a él y a los de su calaña. ¿James Meredith? ¡Un comunista! ¿La Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color? ¡Una tapadera! ¿El Comité Coordinador Estudiantil Para la No Violencia? ¡Negro por fuera, rojo por dentro!

—Vaya —dijo Lee—, ellos funcionan así.

Yo no sabía distinguir si De Mohrenschildt sentía de verdad lo que decía o si tan solo espoleaba a Lee por diversión.

—¿Y qué ven los Walkers, los Barnetts y los predicadores evangelistas titiriteros como Billy Graham o Billy James Hargis como el corazón palpitante de ese monstruo comunista malvado y amante de los negros? ¡Rusia!

—Lo sé.

—¿Y dónde ven la mano codiciosa del comunismo a apenas noventa millas de la costa de Estados Unidos? ¡En Cuba! Walker ya no va de uniforme, pero su mejor amigo, sí. ¿Sabes de quién te hablo?

Lee sacudió la cabeza. Sus ojos no se apartaban en ningún momento de la cara de De Mohrenschildt.

—Curtís LeMay. Otro racista que ve comunistas detrás de cada arbusto. ¿Qué insisten Walker y LeMay en que haga Kennedy? ¡Bombardear Cuba! ¡Después, invadir Cuba! ¡Después, convertir Cuba en el estado cincuenta y uno! ¡Su humillación en la bahía de Cochinos no ha hecho sino convencerlos más! —De Mohrenschildt trazó sus propios signos de exclamación dándose con el puño en el muslo—. Los hombres como LeMay y Walker son mucho más peligrosos que la zorra de Rand, y no porque tengan pistolas. Porque tienen seguidores.

—Conozco el peligro —aseveró Lee—. He empezado a montar un grupo de Cuba No Se Toca aquí en Fort Worth. Ya tengo una docena de interesados.

Eso era atrevido. Por lo que yo sabía, lo único que había montado Lee en Fort Worth era un montón de puertas mosquiteras de aluminio, además del tendedero giratorio del patio en las pocas ocasiones en que Marina podía convencerle de que colgara en él los pañales del bebé.

—Más te vale trabajar deprisa —dijo De Mohrenschildt con tono lúgubre—. Cuba es un anuncio de la revolución. Cuando la gente que sufre en Nicaragua, Haití y la República Dominicana mira a Cuba, ve una pacífica sociedad agraria y socialista donde han derrocado al dictador y facturado a la policía secreta, ¡a veces con la porra metida por su gordo culo!

Lee soltó una carcajada chillona.

—Ven las grandes plantaciones de azúcar y las granjas de mano de obra esclava de United Fruit entregadas a los campesinos. Ven a la Standard Oil mandada a freír espárragos. Ven los casinos, todos dirigidos por la mafia de Lansky…

—Lo sé —dijo Lee.

—… cerrados. Los espectáculos guarros han terminado, amigo mío, y las mujeres que antes vendían sus cuerpos, y los cuerpos de sus hijas, han encontrado trabajos honrados de nuevo. Un peón que hubiese muerto en la calle cuando estaba el cerdo de Batista ahora puede ir al hospital y que lo traten como a un hombre. ¿Y por qué? ¡Porque con Fidel, el médico y el peón son iguales!

—Lo sé —dijo Lee. Era su posición en caso de duda.

De Mohrenschildt se levantó de un salto del sofá y arrancó a caminar alrededor del nuevo parque.

—¿Crees que Kennedy y su contubernio de irlandeses permitirá que ese anuncio siga en pie? ¿Ese faro que ilumina con su mensaje de esperanza?

—A mí Kennedy me gusta, más o menos —dijo Lee, como si le diera vergüenza admitirlo—. A pesar de la bahía de Cochinos. Eso fue un plan de Eisenhower, no sé si lo sabías.

—El presidente Kennedy gusta mucho a la AGE. ¿Sabes lo que quiero decir con AGE? Te puedo asegurar que la alimaña rabiosa que escribió La rebelión de Atlas lo sabe. La América Grande y Estúpida, eso quiero decir. Los ciudadanos que la forman vivirán felices y morirán satisfechos si tienen una nevera que haga hielo, dos coches en el garaje y una serie en la caja tonta. A la América Grande y Estúpida le encanta la sonrisa de Kennedy. Oh, sí. Claro que sí. Tiene una sonrisa estupenda, lo reconozco. Pero ¿no dijo Shakespeare que un hombre puede sonreír, y sonreír, y ser un villano? ¿Sabes que Kennedy ha dado el visto bueno a un plan de la CIA para asesinar a Castro? ¡Sí! Ya lo han intentado, y fracasado, gracias a Dios, tres o cuatro veces. Lo sé por mis contactos en Haití y la República Dominicana, Lee, y es de buena tinta. Lee expresó su consternación.

—Pero Fidel tiene un amigo fuerte en Rusia —prosiguió De Mohrenschildt sin dejar de caminar—. No es la Rusia de los sueños de Lenin, ni de los tuyos o los míos, pero es posible que tengan sus propios motivos para respaldar a Fidel si Estados Unidos intenta otra invasión. Y mira lo que te digo: si de Kennedy depende, lo intentará, y pronto. Hará caso a LeMay. Hará caso a Dulles y Angleton, de la CIA. Lo único que necesita es el pretexto adecuado y se tirará de cabeza, aunque solo sea para demostrar al mundo que tiene pelotas.

Siguieron hablando de Cuba. Cuando el Cadillac regresó, el asiento trasero estaba lleno de víveres; comida suficiente para un mes, se diría.

—Mierda —dijo Lee—. Han vuelto.

—Y nosotros nos alegramos de verlos —señaló De Mohrenschildt con tono afable.

—Quédate a cenar —dijo Lee—. Rina no es muy buena cocinera, pero…

—Tengo que irme. Mi mujer espera ansiosa que le dé el parte, ¡y bien bueno que será! La próxima vez la traeré, ¿de acuerdo?

—Sí, claro.

Fueron a la puerta. Marina hablaba con Bouhe y Orlov mientras los dos hombres sacaban cajas de comida en lata del maletero. Pero no solo hablaba; también coqueteaba un poco. Bouhe parecía a punto de caer de rodillas.

En el porche, Lee dijo algo sobre el FBI. De Mohrenschildt le preguntó cuántas veces. Lee levantó tres dedos.

—Un agente llamado Fain. Ha venido dos veces. Otro llamado Hosty.

—¡Míralos a los ojos sin inmutarte y contesta a sus preguntas! —dijo De Mohrenschildt—. No tienes nada que temer, Lee; ¡no solo porque eres inocente, sino porque tienes razón!

Los demás lo estaban mirando… y no solo ellos. Habían aparecido las niñas de la comba, que estaban en el surco que hacía las veces de acera en nuestra manzana de Mercedes Street. De Mohrenschildt tenía público, y declamaba para él.

—Tiene usted dedicación ideológica, joven señor Oswald, de modo que, por supuesto, ellos vienen. ¡La banda de Hoover! ¡Quién nos dice que no están escuchando ahora mismo, quizá desde calle abajo, quizá desde esa casa, justo al otro lado de la calle!

De Mohrenschildt señaló con el dedo mis cortinas echadas. Lee se volvió a mirar. Me quedé inmóvil en las sombras, contento de haber dejado en el suelo el cuenco de Tupperware para amplificar el sonido, aunque ya lo tuviera cubierto de cinta aislante negra.

—Sé quiénes son. ¿Acaso no han venido a verme ellos y sus primos hermanos de la CIA en muchas ocasiones para intentar intimidarme y que informe sobre mis amigos rusos y sudamericanos? Después de la guerra, ¿no me llamaron «nazi encubierto»? ¿No han afirmado que contraté a los tonton macoute para pegar y torturar a mis competidores por la extracción de petróleo en Haití? ¿No me acusaron de sobornar a Papa Doc y pagar por el asesinato de Trujillo? ¡Sí, sí, de todo eso y más!

Las niñas de la comba lo miraban boquiabiertas. También Marina. En cuanto arrancaba, George de Mohrenschildt arrasaba con todo lo que encontraba a su paso.

—¡Sé valiente, Lee! ¡Cuando vengan, ponte firme! ¡Enséñales esto! —Echó mano de su camisa y la abrió de un tirón. Los botones salieron disparados y repiquetearon en el porche. Las niñas de la comba lanzaron un grito ahogado, demasiado pasmadas para reír. A diferencia de la mayoría de los estadounidenses de esa época, De Mohrenschildt no llevaba camiseta interior. Su piel era del color de la caoba aceitada. Unos pechos regordetes colgaban sobre su flácida musculatura. Se golpeó con el puño derecho sobre el pezón izquierdo—. Diles: «¡Aquí tenéis mi corazón, y mi corazón es puro, y mi corazón pertenece a mi causa!». Diles: «¡Aunque Hoover me arranque el corazón, seguirá latiendo, y mil corazones más latirán a su compás! ¡Después diez mil! ¡Después cien mil! ¡Después un millón!».

Orlov dejó la caja de comida en lata que llevaba para poder dedicarle un aplauso breve y satírico. Marina tenía las mejillas ruborizadas. La cara de Lee era la más interesante. Como Pablo de Tarso en el camino de Damasco, había tenido una revelación.

Se le había caído la venda de los ojos.