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El lunes siguiente, cuando realizaba una de mis regulares incursiones a Neely Oeste Street de Dallas, observé un alargado coche fúnebre de color gris aparcado en la entrada del 214. Las dos mujeres regordetas estaban de pie en el porche mirando cómo un par de hombres con traje oscuro metían una camilla en la parte de atrás. Sobre ella se distinguía una figura envuelta en una sábana. La joven pareja que vivía en el apartamento de arriba también miraba desde el balcón de aspecto inestable sobre el porche. El hijo menor dormía en los brazos de su madre.

La silla de ruedas con el cenicero acoplado al brazo permanecía huérfana bajo el árbol donde el anciano había pasado la mayor parte de sus días durante el último verano.

Me detuve a un lado y esperé junto al coche hasta que el vehículo fúnebre partió. Luego (aunque me daba cuenta de que la oportunidad del momento era bastante… digamos inoportuna) crucé la calle y recorrí el sendero hasta el porche. Al pie de la escalera, saludé con el sombrero.

—Señoras, lamento mucho su pérdida.

La mayor de las dos —la esposa que ahora era viuda, suponía— dijo:

—Usted ya ha estado por aquí antes.

Por supuesto que sí, pensé en contestar. Este asunto es más grande que el fútbol profesional.

—Mi marido le vio. —No había acusación; solo exponía los hechos.

—He estado buscando un apartamento en este vecindario. ¿Van a conservar éste?

—No —respondió la más joven—. Él cobraba una póliza. Era prácticamente lo único que tenía, excepto unas cuantas medallas en una caja. —Se sorbió la nariz. Os lo aseguro, me rompió el corazón ver cuan desconsoladas se encontraban esas mujeres.

—Decía que usted era un fantasma —explicó la viuda—. Decía que podía ver a través de usted. Claro que estaba como una chota. Llevaba chiflado tres años, desde que tuvo el derrame cerebral y le pusieron esa bolsa de pis. Inda y yo nos volvemos a Oklahoma.

Probad en Mozelle, pensé. Ahí es donde se supone que debéis ir después de abandonar el apartamento.

—¿Qué desea? —preguntó la más joven—. Tenemos que llevarle un traje a la funeraria.

—Quisiera el número de su casero —dije.

Los ojos de la viuda centellearon.

—¿Y cuánto nos pagaría, señor?

—¡Yo se lo daré gratis! —gritó la mujer joven desde el balcón del segundo piso.

La afligida hija miró hacia arriba y le dijo que cerrara la puta boca.

Así eran las cosas en Dallas. Igual que en Derry.

Amistosas.