Iba a devolver la llamada, pero cuando la operadora preguntó «¿Número, por favor?», la cordura se impuso. Volví a colocar el teléfono en la horquilla. Ella había dicho cuanto necesitaba decir. Instigarla a que dijera más solo empeoraría las cosas.
Intenté autoconvencerme de que su llamada no había sido más que una estratagema para que moviera ficha, una especie de acicate, como cuando Priscilla Mullins instó al pionero colonizador John Alden a «hablar por sí mismo». No funcionó porque aquella no era Sadie. Me había parecido más un grito de socorro.
Volví a descolgar el teléfono y, en esta ocasión, cuando la operadora me pidió un número, le proporcioné uno. El teléfono sonó dos veces al otro extremo de la línea y entonces contestó Ellie Dockerty.
—¿Sí? ¿Quién es, por favor?
—Hola, señorita Ellie. Soy yo, George.
Quizá aquellos momentos de silencio fueran un fenómeno contagioso. Aguardé. Por fin, ella dijo:
—Hola, George. Te tengo desatendido, ¿verdad? Es solo que he estado terriblemente…
—Ocupada, claro. Sé cómo son las dos primeras semanas, Ellie. Llamaba porque acabo de hablar con Sadie.
—¿Sí? —Percibí cautela en su voz.
—Le contaste que mi número no pertenecía a la centralita de Dallas sino a la de Fort Worth, ¿cierto? No pasa nada, está bien.
—No pretendía chismorrear, confío en que lo entiendas. Consideré que ella tenía derecho a saberlo. Aprecio a Sadie. También te aprecio a ti, George, por supuesto…, pero tú te has ido y ella no.
Lo entendía, sí, aunque doliera. La sensación de hallarme en una cápsula espacial con rumbo a las profundidades del cosmos retornó.
—No hay problema, Ellie, y en realidad no he mentido del todo. Espero trasladarme a Dallas pronto.
Ninguna respuesta, pero ¿qué iba a decir?, «Tal vez sí, pero ambos sabemos que eres algo embustero».
—No me ha gustado el modo en que hablaba. ¿Tú la ves bien?
—No estoy segura de querer contestar a esa pregunta. Si digo que no, vendrás como una bala, y ella no quiere verte mientras esta situación se mantenga igual.
En realidad acababa de responder a mi pregunta.
—¿Se encontraba bien cuando volvió?
—Sí, estaba perfectamente. Contenta de vernos.
—Pero ahora parece distraída y dice que se siente triste.
—¿Acaso te sorprende? —prorrumpió Ellie con aspereza—. Sadie guarda muy buenos recuerdos de Jodie, muchos relacionados con un hombre por el que aún alberga sentimientos. Un buen hombre que es un estupendo profesor, pero que llegó enarbolando una bandera falsa.
Aquello sí que dolió de verdad.
—Me dio otra impresión. Comentó algo sobre una especie de crisis en ciernes, algo de lo que se enteró por… —¿Por un sujeto de Yale que se sentaba a las puertas de la historia?—. Por alguien que conoció en Nevada. Su marido le llenó la cabeza con un montón de tonterías…
—¿Su cabeza? ¿Su bonita cabecita? —Ahora ya no solo aspereza; ira explícita. Hizo que me sintiera pequeño y mezquino—. George, tengo una pila de carpetas de medio kilómetro de altura delante de mí y he de ponerme con ellas. No puedes psicoanalizar a Sadie Dunhill a distancia y yo no puedo ayudarte con tu vida amorosa. Lo único que puedo hacer es aconsejarte que te sinceres si verdaderamente la aprecias. Y más pronto que tarde.
—Supongo que no habrás visto a su marido por ahí, ¿verdad?
—¡No! ¡Buenas noches, George!
Por segunda vez aquella noche, una mujer que me importaba me colgó el teléfono. Ése era un nuevo récord personal.
Entré en el dormitorio y empecé a desvestirme. Ella estaba bien cuando regresó. Contenta de reencontrarse con sus amigos de Jodie. Pero ahora no tanto. ¿Porque se debatía entre el tío nuevo y guapo en la vía rápida del éxito y el extraño alto y oscuro de invisible pasado? Probablemente ese habría sido el caso en una novela romántica, pero si fuera así, ¿por qué no se la había visto deprimida desde el momento en que llegó?
Se me ocurrió una desagradable idea: quizá le había dado por beber. Mucho. A escondidas. ¿No era posible? Mi mujer había sido en secreto una bebedora empedernida durante años —de hecho, desde antes de casarnos— y el pasado armoniza consigo mismo. Resultaría fácil descartar esa teoría, decir que la señorita Ellie habría observado las señales, pero los borrachos pueden ser listos. A veces pasan años antes de que la gente empiece a sospechar. Si Sadie se presentaba en el trabajo a su hora, Ellie podría no haber notado que bebía, a pesar de los ojos inyectados en sangre y la menta en su aliento.
La idea era probablemente ridícula. Todas mis conjeturas eran sospechosas, cada una empañada por el afecto inmenso que aún sentía por Sadie.
Me tendí en la cama, con la vista clavada en el techo. En la salita, la estufa de petróleo gorgoteó; otra noche fría.
«Olvídalo, socio —dijo Al—. Tienes que hacerlo. Recuerda, no estás aquí para conseguir…».
La chica, el reloj de oro y todo lo demás. Sí, Al, ya lo he pillado.
«Aparte, seguro que ella está bien. Eres tú quien tiene un problema».
Más de uno, en realidad. Pasó mucho tiempo antes de que me quedara dormido.