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Hubo un prolongado momento de silencio, suficiente para pensar que, a fin de cuentas, me había fallado la intuición, que alguien contestaría «No soy Sadie, soy un capullo que se ha equivocado al marcar el número». Finalmente, preguntó:

—¿Cómo sabías que era yo?

Estuve a punto de decir «armónicos», y puede que me hubiera entendido. Sin embargo, un «puede» no bastaba. Aquélla era una llamada importante y no quería cagarla. Necesitaba desesperadamente no cagarla. Durante la mayor parte de la conversación subsiguiente hubo dos yos al teléfono: George, que hablaba en voz alta, y Jake en el interior, manifestando todas las cosas que George no podía decir. Quizá siempre haya dos de cada interlocutor cuando el amor de verdad pende de un hilo.

—Porque llevo pensando en ti todo el día —dije. (Llevo pensando en ti todo el verano).

—¿Cómo estás?

—Bien. —(Me siento solo).—. ¿Y tú? ¿Qué tal el verano? ¿Lo solucionaste? —(¿Has cortado los lazos legales con el bicho raro de tu marido?).

—Sí —confirmó—. Asunto finiquitado. ¿No es eso lo que tú dices, George? ¿Asunto finiquitado?

—Supongo. ¿Cómo van las cosas por el instituto? ¿Y en la biblioteca?

—¿George? ¿Vamos a seguir hablando de tonterías o vamos a hablar?

—De acuerdo. —Me senté en mi sofá de segunda mano lleno de bultos—. Hablemos. ¿Te encuentras bien?

—Sí, pero apenada. Y confusa. —Titubeó unos instantes y añadió—: Estuve trabajando en el Harrah, seguro que ya lo sabías. Como camarera de cócteles. Y conocí a alguien.

—¿Sí? —(Oh, mierda).

—Sí. Un buen hombre. Encantador. Un caballero. Va a cumplir cuarenta. Se llama Roger Beaton. Trabaja como asesor del senador republicano por California, Tom Kuchel. Es el responsable de la disciplina entre los miembros de la oposición en el Senado, se asegura de que acudan a votar y todo eso, ¿sabes? Quiero decir Kuchel, no Roger. —Rio, pero no de la manera en que uno lo hace cuando algo le parece gracioso.

—¿Debería alegrarme de que hayas conocido a alguien?

—No lo sé, George…, ¿te alegras?

—No. —(Quiero matarlo).

—Roger es guapo —dijo ella en el tono de voz apagado de una persona que se limita a exponer los hechos—. Es amable. Estudió en Yale. Sabe cómo enseñar a una chica a pasárselo bien. Y es alto.

Mi segundo yo no pudo aguantar callado por más tiempo.

—Quiero matarlo.

Eso la hizo reír, y el sonido de su risa supuso un alivio.

—No te cuento esto para herirte ni para que te sientas mal.

—¿En serio? Entonces, ¿por qué me lo cuentas?

—Salimos tres o cuatro veces. Me besó…, nos enrollamos…, solo besuqueos, como críos…

(No solo quiero matarlo, quiero hacerlo muy despacio).

—Pero no fue lo mismo. Quizá podría serlo con el tiempo, quizá no. Me dio su número de Washington y me pidió que lo llamara si… ¿cómo lo expresó? «Si me cansaba de colocar libros en las estanterías y de mantener la llama encendida por el tipo que se evadió». Creo que esas fueron esencialmente sus palabras. Me dijo que viaja a muchos sitios y que necesita a una mujer buena que le acompañe. Piensa que yo podría ser esa mujer. Aunque, claro, los hombres cuentan toda clase de historias. Ya no soy tan ingenua como antes, pero a veces lo dicen en serio.

—Sadie…

—De todos modos, no fue lo mismo. —Su voz sonaba reflexiva, ausente, y por primera vez me pregunté si le pasaría algo más aparte de las dudas sobre su vida personal. Si era posible que estuviera enferma—. Por el lado positivo, no había indicios de ninguna escoba a la vista. Aunque, claro, a veces los hombres la esconden, ¿verdad? Como Johnny. Como tú, George.

—¿Sadie?

—¿Sí?

—¿Estás escondiendo una escoba?

Hubo un prolongado momento de silencio. Mucho más largo del que siguió cuando contesté al teléfono saludándola por su nombre, y mucho más largo de lo que me esperaba. Finalmente, respondió:

—No sé a qué te refieres.

—No pareces tú misma, eso es todo.

—Ya te lo he dicho, estoy muy confusa. Y triste. Porque todavía no estás preparado para contarme la verdad, ¿no es cierto?

—Lo haría si pudiera.

—¿Sabes qué es lo curioso? En Jodie tienes buenos amigos, no solo yo, y ninguno de ellos sabe dónde vives.

—Sadie…

—Dices que en Dallas, pero tu número corresponde a la centralita de Elmhurst, y Elmhurst está en Fort Worth.

Nunca lo había pensado. ¿En qué otros detalles no habría pensado?

—Sadie, únicamente puedo decirte que estoy haciendo algo muy import…

—Oh, sí, estoy segura. Y el senador Kuchel también hace una labor muy importante. Roger puso mucho esmero en aclararlo, y en asegurarme que si… si me reunía con él en Washington, terminaría más o menos sentada a los pies de la grandeza… o a las puertas de la historia… o algo parecido. El poder lo excita. Era una de las pocas cosas que no me gustaban de él. Pensé, y todavía lo pienso, que quién soy yo para sentarme a los pies de la grandeza, una simple bibliotecaria divorciada.

—¿Quién soy yo para sentarme a las puertas de la historia? —murmuré.

—¿Qué? ¿Qué has dicho, George?

—Nada, cariño.

—Tal vez sea mejor que no me llames así.

—Lo siento. —(No, para nada)—. ¿De qué estamos hablando exactamente?

—De ti y de mí y de si eso aún nos convierte o no en nosotros. Ayudaría si pudieras contarme por qué estás en Texas. Porque que no viniste para escribir un libro ni para dar clases en un instituto.

—Podría ser peligroso.

Todos estamos en peligro —replicó ella—. Johnny acertaba en eso. ¿Quieres saber algo que me contó Roger?

—De acuerdo. —(¿Dónde tuvo lugar la conversación, Sadie? ¿Y cómo? ¿En posición vertical o en horizontal?).

—Habíamos tomado una o dos copas y se le soltó la lengua. Estábamos en la habitación de su hotel, pero no te preocupes: no despegué los pies del suelo ni la ropa del cuerpo.

—No estaba preocupado.

—Pues me defraudarías si no.

—Vale, sí estaba preocupado. ¿De qué habló?

—Dijo que corre el rumor de que se va a producir una situación grave en el Caribe este otoño o invierno. Un polvorín, lo llamó. Me imagino que se refería a Cuba. Dijo: «Ese idiota de Kennedy nos va a colocar a todos en un brete solo para demostrar que tiene pelotas».

Me acordé de toda la mierda apocalíptica que su ex marido había vertido en sus oídos. «Cualquiera que lea los periódicos lo ve venir», le había dicho. «Moriremos con el cuerpo cubierto de llagas y expectorando los pulmones por la boca». Peroratas así dejan huella, especialmente si son expuestas en un tono de árida certeza científica. ¿Dejan huella? Cicatrices, más bien.

—Sadie, eso es una chorrada.

—¿Sí? —Su voz denotaba irritación—. ¿He de suponer que posees información confidencial que el senador Kuchel desconoce?

—Digamos que sí.

—Digamos que no. Esperaré un poco más a que te sinceres, pero no mucho. No sé por qué, quizá solo porque eres un buen bailarín.

—¡Pues vayamos a bailar! —propuse en un arrebato.

—Buenas noches, George.

Y sin darme tiempo a contestar, colgó.