Mi nuevo teléfono permaneció en silencio la mayor parte del tiempo. Deke llamó una vez —una de esas rápidas llamadas de cumplido para preguntar cómo va la vida— y eso fue todo. Me dije que no cabía esperar otra cosa. Las clases ya habían comenzado y las primeras semanas siempre eran desenfrenadas. Deke estaba ocupado porque la señorita Ellie lo había sacado de su retiro. Me contó que, tras refunfuñar un rato, había accedido a que incluyera su nombre en la lista de suplentes. Ellie no me llamaba porque tenía cinco mil cosas que hacer y probablemente quinientas fogatas que apagar.
Fue al colgar cuando me di cuenta de que el antiguo director no había mencionado a Sadie…, y dos noches después del sermón de Lee al chico de los periódicos, decidí que tenía que hablar con ella. Necesitaba oír su voz aun si todo cuanto tuviera que decirme era «Por favor, no me llames más, George, lo nuestro se acabó».
El teléfono sonó justo en el instante en que alargaba la mano hacia el aparato. Descolgué y, con absoluta certidumbre, saludé:
—Hola, Sadie. Hola, cariño.