Nunca la encendían hasta que prácticamente estaba demasiado oscuro para ver. Supongo que por ahorrar en la factura de la luz. Aparte, Lee era un obrero y se acostaba temprano. Ella seguía su ejemplo. La primera vez que comprobé la grabación, lo que obtuve fue principalmente una retahíla en ruso; en un perezoso ruso, además, considerando la velocidad ultralenta del magnetófono. Si Marina practicaba su vocabulario en inglés, Lee la reprendía. No obstante, a veces hablaba a June en inglés si el bebé se ponía pesado, siempre en un tono bajo y relajante. A veces incluso cantaba. Las grabaciones a velocidad ultralenta hacían que sonara como un orco probando suerte con «Rockabye, Baby».
En dos ocasiones oí cómo pegaba a Marina; la segunda vez, su ruso no le llegó para expresar su ira: «¡Quejica hija de puta, no vales para nada! ¡Mi madre tenía razón sobre ti!». A esto siguió un portazo y el llanto de Marina, que se interrumpió abruptamente cuando apagó la lámpara.
En la noche del 4 de septiembre, vi a un chaval, de unos trece años, acercarse a la puerta de los Oswald con un saco de lona echado al hombro. Abrió Lee, descalzo y vestido con camiseta y vaqueros. Hablaron. Lee le invitó a entrar. Hablaron un poco más. En cierto momento, Lee cogió un libro y se lo enseñó al chaval, que lo miró con recelo. No cabía la posibilidad de utilizar el micrófono direccional porque el tiempo se había vuelto frío y las ventanas estaban cerradas. No obstante, la Lámpara Inclinada de Pisa estaba encendida, y cuando recuperé la segunda cinta la madrugada de la noche siguiente, me brindó una entretenida conversación, sí.
El chaval vendía suscripciones a un periódico —o quizá se trataba de una revista— llamado Grit. Expuso a los Oswald que contenía toda clase de historias interesantes que los periódicos de Nueva York no se molestaban en publicar (las etiquetó como «noticias del país»), además de consejos sobre deportes y jardinería. También incluía lo que llamó «relatos de ficción» y tiras cómicas.
—No encontrarán a Dixie Dugan en el Times Herald —informó a los Oswald—. Mi madre adora a Dixie.
—Vaya, hijo, eso es estupendo —dijo Lee—. Estás hecho todo un hombrecito de negocios, ¿verdad?
—Eh… ¿sí, señor?
—Dime cuánto ganas.
—Nada más que cuatro centavos de cada diez, pero eso no es lo importante, señor. Lo que más me gusta son los premios. Son muchísimo mejores que los que te dan vendiendo pomada Cloverine. ¡A la porra las cremas! ¡Voy a ganarme un .22! Mi padre me dejará tenerlo.
—Hijo, ¿sabes que te están explotando?
—¿Eh?
—Ellos se llevan los dólares y tú los peniques y la promesa de un rifle.
—Lee, es buen chico —intervino Marina—. Sé amable. Deja tranquilo.
Oswald la ignoró.
—Debes saber lo que cuenta este libro, hijo. ¿Eres capaz de leer lo que pone en la portada?
—Ah, sí, señor. Dice La situación de la clase obrera, de Friedrich… ¿Ing-gulls?
—Engels. Trata sobre lo que les pasa a los muchachos que piensan que van a hacerse millonarios vendiendo cosas de puerta en puerta.
—Yo no quiero ser millonario —objetó el muchacho—. Solo quiero un .22 para poder disparar a las ratas en el vertedero, igual que mi amigo Hank.
—Tú ganas peniques vendiendo sus periódicos, ellos ganan dólares vendiendo tu sudor y el sudor de un millón de muchachos como tú. El libremercado no es libre. Debes educarte por ti mismo, hijo. Yo lo hice y también empecé cuando tenía tu edad.
Lee le soltó al muchacho del Grit un sermón de diez minutos sobre los males del capitalismo, sazonándolo con citas escogidas de Karl Marx y todo. El chico escuchó pacientemente y al final preguntó:
—Entonces, ¿va a comprarme una sups-cripción?
—Hijo, ¿has escuchado una sola palabra de lo que he dicho?
—¡Sí, señor!
—Pues deberías saber que este sistema me ha robado igual que os está robando a ti y a tu familia.
—¿Está arruinado? ¿Por qué no lo dijo antes?
—Lo que llevo un rato intentando explicarte es por qué estoy arruinado.
—Jolines, pues me habría dado tiempo para probar en tres casas más, pero ahora ya me tengo que volver porque casi es mi toque de queda.
—Buena suerte —le deseó Marina.
La puerta principal chirrió sobre sus goznes al abrirse y luego se cerró con un traqueteo (se encontraba demasiado extenuada para producir un portazo). Siguió un largo silencio. Entonces, con una voz sin inflexiones, Lee dijo:
—Ya lo has visto. Eso es contra lo que tenemos que plantar cara.
No mucho después, la lámpara se apagó.