Mercedes Street festejaba por todo lo alto aquel sábado noche, pero el terreno detrás de chez Oswald se hallaba silencioso y desierto. Suponía que mi llave funcionaría en la puerta trasera además de en la principal, pero se trataba de una teoría que nunca tuve que poner a prueba, porque la puerta no estaba cerrada con llave. Durante mi etapa en Fort Worth jamás utilicé la llave que le había comprado a Ivy Templeton. La vida está llena de ironías.
El lugar se veía descorazonadoramente ordenado. Habían situado la trona entre las sillas de los padres en la mesita de la cocina, donde se sentaban a comer; la bandeja estaba limpia y reluciente. Lo mismo podía decirse de la irregular superficie de la encimera y el fregadero, con un herrumbroso cerco de cal producido por la dureza del agua. Aposté conmigo mismo a que Marina había conservado a las niñas ataviadas con pichis de Rosette y entré en el dormitorio de June a verificarlo. Llevaba una linterna y alumbré las paredes. Sí, seguían allí, aunque en la oscuridad ofrecían una visión más fantasmagórica que alegre. June probablemente las miraba desde la cuna mientras succionaba su chupete. Me pregunté si, pasado el tiempo, las recordaría en algún nivel profundo de su mente. Niñas fantasmas al témpera.
Jimla, pensé sin ninguna razón en absoluto, y me estremecí.
Moví el bufete, conecté el cable del micrófono al enchufe de la lámpara, y lo inserté a través del agujero que había taladrado en la pared. Todo perfecto, pero de pronto experimenté un mal momento. Muy malo. Al colocar el mueble en su posición original, chocó contra la pared y la Lámpara Inclinada de Pisa se volcó.
Si hubiera dispuesto de tiempo para pensar, me habría quedado congelado en el sitio y el maldito trasto se habría hecho añicos en el suelo. ¿Y luego qué? ¿Retirar el micro y dejar los pedazos? ¿Confiar en que aceptarían la idea de que la lámpara, inestable de entrada, se había caído sola? La mayoría de la gente daría por buena esta explicación, pero la mayoría de la gente no tiene motivos para estar paranoica respecto del FBI. Lee podría encontrar el agujero que yo había taladrado en la pared y, en tal caso, la mariposa desplegaría sus alas.
Sin embargo, no dispuse de tiempo para pensar. Alargué el brazo y atrapé la lámpara en plena caída. Después, simplemente me quedé allí parado, sujetándola con fuerza, temblando. La casa era un horno y pude oler el hedor de mi propio sudor. ¿Lo olerían ellos cuando regresaran? ¿Cómo no iban a hacerlo?
Me cuestioné mi propia cordura. Seguramente lo más sensato era retirar el micro… y luego retirarme yo mismo. Podría reencontrarme con Oswald el 10 de abril del año siguiente, observar cómo intentaba asesinar al general Edwin Walker y, si actuaba solo, entonces podría matarlo igual que había matado a Frank Dunning. El principio KISS[2], que solían decir en las reuniones de AA de Christy; simplifica, idiota. ¿Por qué demonios andaba jodiendo con una birria de lámpara-espía cuando el futuro del mundo se hallaba en juego?
Fue Al Templeton quien contestó: «Estás aquí porque la ventana de incertidumbre sigue abierta. Estás aquí porque si George de Mohrenschildt es más de lo que aparenta, entonces quizá Oswald fuera realmente un cabeza de turco. Estás aquí para salvar a Kennedy, y el asegurarte empieza ahora. Así que vuelve a poner esa puta lámpara en el sitio que le corresponde».
Volví a poner la lámpara en el sitio que le correspondía, aunque su inestabilidad me preocupaba. ¿Y si Lee la tiraba al suelo y descubría el micro oculto cuando la base de cerámica se hiciera añicos? Para el caso, ¿y si Lee y De Mohrenschildt conversaban en esa habitación, pero con la lámpara apagada y en voz demasiado baja para que mi micrófono de largo alcance captara una sola palabra? Entonces todo habría sido en vano.
«Nunca harás una tortilla con esa mentalidad, socio».
Lo que me convenció fue el pensar en Sadie. Yo la quería y ella me quería —o al menos me quiso—, pero lo había echado todo por la borda para venirme a esa calle de mierda. Y por Dios, no iba a marcharme sin al menos intentar oír lo que George de Mohrenschildt tuviera que decir.
Me escabullí por la puerta de atrás y, con la linterna entre los dientes, conecté el cable del micro al magnetófono. Introduje la grabadora en una oxidada lata de manteca Crisco para protegerla de los elementos y luego la oculté en un nido de ladrillos y tablones que ya tenía preparado al efecto.
Después regresé a mi propia casa de mierda en aquella calle de mierda y me puse a esperar.