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La tarde noche del sábado 25 de agosto, Marina se engalanó con un bonito vestido azul y enfundó a June en un pelele de pana con flores de encaje en la pechera. Lee, con cara avinagrada, emergió del dormitorio con el que debía de ser su único traje. Era un saco de lana, moderadamente cómico, que solo podía haber sido confeccionado en Rusia. Hacía calor, e imaginé que estaría empapado de sudor antes de que concluyera la velada. Bajaron con cuidado los escalones del porche (el tablón suelto aún estaba por reparar) y se encaminaron hacia la parada del autobús. Monté en el coche y me aproximé a la esquina de Mercedes Street con Winscott Road. Los vi parados junto al poste telefónico con la franja pintada de blanco. Discutían, menuda sorpresa. Llegó el autobús. Los Oswald subieron. Los seguí, igual que había seguido a Frank Dunning en Derry.

«La historia se repite a sí misma» es otra manera de expresar que el pasado armoniza consigo mismo.

Se apearon del autobús en un barrio residencial en la zona norte de Dallas. Aparqué y los observé caminar hasta una pequeña pero bonita casa Tudor de madera y piedra vista. Los faroles de carruaje al final del paseo brillaban tenuemente en la penumbra. No crecían hierbajos en aquel césped. Todo en aquel sitio proclamaba a voces «¡América funciona!». Marina encabezaba la marcha hacia la casa con el bebé en brazos. Lee, ligeramente rezagado, parecía fuera de lugar con su chaqueta de doble botonadura, que le caía ondeando casi hasta las rodillas.

Marina empujó a su marido delante de ella y señaló el timbre. Lee llamó. Peter Gregory y su hijo salieron, y cuando June extendió los brazos hacia Paul, el muchacho rio y la cogió. La boca de Lee se torció hacia abajo cuando vio eso.

Otro hombre apareció en la puerta. Lo reconocí del grupo que se había presentado el día de la primera clase de ruso de Paul Gregory; había vuelto a la casa Oswald tres o cuatro veces desde entonces, llevando comestibles, juguetes para June o ambas cosas. Estaba bastante seguro de que se llamaba George Bouhe (sí, otro George, el pasado armoniza en todo tipo de sentidos), y aunque rondaba los sesenta, me daba la impresión de que perdía gravemente la chaveta por Marina.

Según el cocinero de comida rápida que me había metido en aquello, Bouhe fue quien persuadió a Peter Gregory para ofrecer una fiesta de confraternización. George de Mohrenschildt no asistió, pero le llegarían noticias de ella poco más tarde. Bouhe le hablaría de los Oswald y su peculiar matrimonio. También le relataría la escena que Lee Oswald había montado en la fiesta, alabando el socialismo y las cooperativas rusas. «Ese joven me pareció chalado», comentaría Bouhe. De Mohrenschildt, versado en locura toda su vida, decidiría que tenía que conocer a esa extraña pareja por sí mismo.

¿Por qué reventó Oswald en la fiesta de Peter Gregory, ofendiendo a los bienintencionados expatriados que de otro modo hubieran podido ayudarle? No lo sé con certeza, pero me hago una idea bastante acertada. Ahí está Marina, encandilándolos a todos (especialmente a los hombres) con su vestido azul. Ahí está June, un bebé de foto con su peto de la caridad bordado con flores. Y ahí está Lee, sudando en su feo traje. Lee sigue el flujo y reflujo de ruso mejor que el joven Paul Gregory, pero al final, aún se queda atrás. Debió de haberle enfurecido tener que doblar la cerviz ante aquellas personas y comerse su comida. Espero que sí. Espero que doliera.

No me demoré. Quien me importaba era De Mohrenschildt, el siguiente eslabón de la cadena, que pronto saldría a escena. Entretanto, los tres Oswald estaban finalmente fuera de casa al mismo tiempo y no volverían como mínimo hasta las diez. Puesto que al día siguiente era domingo, quizá incluso tardaran más.

Regresé a activar el micro de su salita.