«Hay un tipo, Gregory, que nos envió cupones para el Shop-Rite», le había dicho Lee a su madre, tal vez para explicar la carne del estofado, quizá para comunicar que Marina y él tenían amigos en Fort Worth y no estaban solos. Mamochka dio la impresión de no enterarse, pero a mí no me pasó inadvertido. Peter Gregory era el primer eslabón de la cadena que conduciría a George de Mohrenschildt a Mercedes Street.
Al igual que De Mohrenschildt, Gregory era un expatriado ruso en el negocio del petróleo. Originario de Siberia, una noche por semana enseñaba ruso en la biblioteca de Fort Worth. Lee lo descubrió y solicitó una cita para preguntar si a él, Lee, le sería posible conseguir un empleo como traductor. Gregory le hizo una prueba y calificó su ruso como «pasable». Lo que interesaba realmente a Gregory —y a todos los expatriados, debía de pensar Lee— era la antigua Marina Prusakova, una muchacha de Minsk que de algún modo había logrado escapar de las garras del oso ruso solo para terminar en las de un palurdo americano.
Lee no consiguió el empleo; en cambio, Gregory contrató a Marina como profesora de ruso de su hijo Paul. Era dinero que los Oswald necesitaban desesperadamente. Era además, para Lee, un motivo añadido para el resentimiento. Ella daba clases particulares a un niño rico dos veces por semana mientras que él se pudría soldando puertas mosquiteras.
La mañana que vi a Marina fumando en el porche, Paul Gregory (bien parecido y aproximadamente de la misma edad que Marina) detuvo su flamante Buick frente a la casa. Llamó a la puerta y abrió Marina; la abundante capa de maquillaje me hizo pensar en Bobbi Jill. Consciente de los celos de Lee, o quizá obedeciendo a las reglas de urbanidad que aprendiera en su hogar, impartió la clase en el porche. Duró una hora y media. June pasó ese tiempo echada en su mantita en medio de los dos, y cada vez que lloraba, ellos se turnaban para cogerla en brazos. Componían una bonita escena, aunque el señor Oswald probablemente no habría opinado lo mismo.
Hacia el mediodía, el padre de Paul aparcó detrás del Buick. Le acompañaban dos hombres y dos mujeres. Traían comestibles. El Gregory mayor abrazó a su hijo y luego le dio un beso a Marina en la mejilla (la que no estaba hinchada). Hablaron en ruso. Al Gregory joven se le veía perdido, pero Marina se halló a sí misma: su rostro se había iluminado como un letrero de neón. Los invitó a entrar. Pronto estuvieron sentados en la salita, bebiendo té helado y charlando. Las manos de Marina volaban como pájaros alborotados. June circuló de mano en mano y de regazo en regazo.
Me sentía fascinado. La comunidad de emigrados rusos había encontrado a la mujer-niña que se convertiría en su predilecta. ¿Acaso podría haber sido de otro modo? Ella era joven, ella era forastera en tierra extraña, ella era hermosa. Por supuesto, sucedía que la bella estaba casada con la bestia, un hosco joven estadounidense que le pegaba (malo) y que creía fervientemente en un sistema que aquellas gentes de clase media-alta habían rechazado con idéntico fervor (mucho peor).
No obstante, Lee aceptaría los alimentos que les compraban, con algún esporádico arrebato de ira, y cuando llegaran con muebles —una cama nueva, una cuna de un vivo color rosa para el bebé—, también los aceptaría. Oswald abrigaba la esperanza de que los rusos le sacaran de esa cloaca en la que vivía, pero no le gustaban, y para cuando trasladara a su familia a Dallas en noviembre del 62, ya debía de saber que el sentimiento era sinceramente recíproco. Por qué habría de gustarles, debía de pensar. Él era ideológicamente puro; ellos, unos cobardes que habían abandonado la Madre Rusia cuando hincó la rodilla en el 43, que habían lamido las botas de los alemanes y que más tarde, al terminar la guerra, habían huido a Estados Unidos, donde abrazaron rápidamente el Estilo de Vida Americano…, que para Oswald simbolizaba ruido de sables, opresión de las minorías, criptofascismo explotador de la clase obrera.
Sabía algunas de estas cosas por las notas de Al. La mayoría las vi representadas en el escenario al otro lado de la calle o las deduje de la única conversación importante que mi lámpara espía recogió y grabó.