La mañana después de que Marguerite llevara la casa de muñecas, me levanté a las seis. Fui hasta la ventana y eché una mirada furtiva a través de la rendija entre las cortinas sin siquiera pensar en lo que hacía; espiar la casa del otro lado de la calle se había convertido en un hábito. Marina estaba sentada en una de las sillas de jardín fumando un cigarrillo. Llevaba puesto un pijama de rayón rosa que le quedaba demasiado grande. Tenía un nuevo ojo morado y había manchas de sangre en la chaqueta del pijama. Fumaba despacio, inhalando profundamente, oteando la nada.
Al cabo de un rato volvió adentro y preparó el desayuno. Lee apareció enseguida y se sentó a comer. No la miró. Leía un libro.