Al día siguiente por la tarde, justo cuando Lee y Marina se sentaban a cenar (June estaba tendida en el suelo de la salita, dando pataditas en una manta), Marguerite llegó jadeando por la calle desde la parada de autobús en Winscott Road. Esta vez llevaba unos pantalones azules bastante desafortunados, considerando la generosa amplitud de su trasero. Cargaba con una bolsa de tela de gran tamaño. Por arriba asomaba el tejado de plástico rojo de una casa de muñecas. Subió los escalones del porche (sorteando una vez más con destreza el peldaño roto) y entró resueltamente sin llamar.
Luché contra la tentación de coger el micrófono direccional —se trataba de otra escena de la que no necesitaba estar enterado— y perdí. No existe nada tan fascinante como una discusión familiar, creo que fue León Tolstói quien lo dijo. O quizá fue Jonathan Franzen. Para cuando lo conecté y apunté desde mi ventana hacia la ventana abierta de enfrente, la riña se hallaba en pleno apogeo.
—¡… querido que supieras dónde estábamos, yo mismo te lo habría dicho, coño!
—Me lo contó Vada, es una buena chica —dijo Marguerite tranquila y sosegadamente. La furia de Lee resbalaba sobre ella como un ligero chubasco de verano. Estaba descargando platos desemparejados en la encimera con la rapidez de un crupier de blackjack. Marina la observaba con indiscutible asombro. La casa de muñecas descansaba en el suelo, cerca de la manita de June. El bebé agitaba las piernas ignorándola. Por supuesto que la ignoraba. ¿Qué iba a hacer una criatura de cuatro meses con una casa de muñecas?
—Mamá, ¡tienes que dejarnos en paz! ¡Tienes que dejar de traernos cosas! ¡Sé cuidar de mi familia!
Marina aportó su granito de arena:
—Mamochka, Lee dice no.
Marguerite rio alegremente.
—«Lee dice no, Lee dice no». Cariño, Lee siempre dice no, este hombrecito lleva haciéndolo toda su vida y eso no significa un pimiento. Mamá le cuida. —Pellizcó la mejilla a su hijo del modo en que una madre pellizcaría la mejilla a un niño de seis años después de una travesura graciosa e innegablemente cándida. Si Marina hubiera intentado hacerlo, estoy seguro de que Lee le habría roto la crisma.
En cierto momento, las niñas de la comba se congregaron en el pelado sucedáneo de césped. Observaron la discusión tan atentamente como espectadores del teatro Globe presenciando la nueva creación de Shakespeare de pie en el patio. Solo que en la obra que contemplábamos, la arpía iba a salir victoriosa.
—¿Qué te ha hecho de cena, cariño? ¿Estaba rico?
—Estofado. Zharkoye. Hay un tipo, Gregory, que nos envió cupones para el Shop-Rite. —Su boca se puso a trabajar. Marguerite esperó—. ¿Quieres un poco, mamá?
—Zharkoye muy bueno, Mamochka —dijo Marina con una sonrisa esperanzada.
—No, no podría comerme eso —dijo Marguerite.
—Coño, mamá, ¡si ni siquiera sabes lo que es!
Fue como si él no hubiera hablado.
—Me sentaría mal al estómago. Aparte, no quiero estar en un autobús urbano después de las ocho. Hay demasiados borrachos a esa hora. Lee, cariño, tienes que arreglar ese escalón antes de que alguien se rompa una pierna.
Oswald masculló algo, pero la atención de Marguerite se había desviado a otro sitio. Se abatió como un halcón sobre un ratón de campo y apresó a June. Con los prismáticos, la expresión asustada del bebé resultaba inequívoca.
—¿Cómo está mi RICURA esta noche? ¿Cómo está mi AMORCITO? ¿Cómo está mi pequeñina DEVUSHKA?
Su pequeñina devushka, cagada de miedo, se puso a llorar a moco tendido.
Lee hizo ademán de coger al bebé. Los labios rojos de Marguerite se despegaron de los dientes en lo que podría definirse como un rictus, eso siendo benévolo. A mí me pareció un gruñido. También debió de parecérselo a su hijo, porque retrocedió. Marina se mordía el labio, los ojos llenos de consternación.
—¡Oooo, Junie! ¡Cuchi-cuchi Junie-MOONIE!
Marguerite desfiló arriba y abajo por la raída alfombra verde, ignorando los cada vez más angustiados gemidos de June igual que había ignorado la ira de Lee. ¿Acaso se alimentaba de su llanto? Me dio esa impresión. Al cabo de un rato, Marina no pudo aguantarlo más. Se levantó y se acercó a Marguerite, que se apartó con ímpetu, estrechando al bebé contra sus pechos. Incluso desde el otro lado de la calle pude imaginar el sonido de sus enormes zapatos de enfermera: clad-clamp-clad. Marina la siguió. Marguerite, tal vez sintiendo que ya había dejado claro su punto de vista, al fin rindió el bebé. Apuntó a Lee con el dedo y luego se dirigió a Marina con su potente voz de instructor.
—¡Ganó peso… cuando os quedabais conmigo… porque yo me encargué de ella… de todas las cosas que LE GUSTAN… pero MALDITA SEA… todavía está DEMASIADO… FLACUCHA!
Marina la miraba por encima de la cabeza del bebé, sus bonitos ojos abiertos como platos. Marguerite puso los suyos en blanco, bien con impaciencia, bien con franca indignación, y se encaró con Marina. La Lámpara Inclinada de Pisa estaba encendida, y la luz patinaba en las lentes de las gafas ojos de gato de Marguerite.
—¡CUÍDALE… DALE COMIDA DE VERDAD! ¡NADA DE… CREMA… AGRIA! ¡NI… YOJURT! ¡ESTÁ… DEMASIADO… FLACUCHA!
—Flacucha —repitió Marina sin convicción. A salvo en brazos de su madre, el llanto de June se iba reduciendo poco a poco a una serie de hipos acuosos.
—¡Sí! —dijo Marguerite. Después se giró hacia Lee—. ¡Arregla ese escalón!
Y con esto se marchó, deteniéndose solo para plantar un beso en la cabeza de su nieta. Mientras caminaba hacia la parada del autobús, sonreía. Parecía más joven.