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A las cinco y treinta y cinco, Lee llegó andando por Mercedes Street procedente de la parada del autobús, con una tartera negra rebotándole en el muslo. Ascendió los escalones, olvidándose del tablón suelto. Se tambaleó y se le cayó la tartera; luego, se agachó a recogerla.

Eso le mejorará el humor, pensé.

Entró en la casa. Lo observé cruzar la salita y poner la tartera en la encimera de la cocina. Se giró y vio la trona nueva. Era evidente que conocía el modus operandi de su madre, porque a continuación abrió la herrumbrosa nevera. Aún seguía escudriñando dentro cuando Marina salió del cuarto del bebé. Llevaba un pañal en el hombro, y mis prismáticos tenían suficiente aumento para permitirme distinguir manchas de regurgitación.

Ella le habló, sonriendo, y Oswald se volvió. Poseía esa tez blanquecina que es la pesadilla de cualquier rubor, y el ceñudo rostro había enrojecido hasta el nacimiento de su fino cabello. Se puso a gritar mientras apuntaba con un dedo a la nevera (la puerta aún abierta, exhalando vapor). Ella se volvió para regresar al cuarto del bebé. Oswald la asió por el hombro, le hizo dar media vuelta y empezó a zarandearla. La cabeza de Marina se movió bruscamente adelante y atrás.

No quería presenciar esa escena, y no existía ninguna razón por la que debiera; no aportaba nada que necesitara saber. Oswald era un maltratador, sí, pero Marina iba a sobrevivirle, que era más de lo que John F. Kennedy podía decir… o el agente Tippit, para el caso. Así que no, no necesitaba presenciar esa escena. Sin embargo, a veces uno no puede apartar la vista.

Discutieron, Marina sin duda intentando explicar que no sabía cómo los había encontrado Marguerite y que había sido incapaz de impedir que «Mamochka» entrara en la casa. Finalmente, Lee la golpeó en la cara, por supuesto, porque no podía pegar a mamá. Aun cuando ella hubiera estado presente, él no habría sido capaz de levantarle el puño a su madre.

Marina lanzó un grito y él la soltó. Ella le habló con vehemencia, las manos extendidas. Lee trató de apresarle una y ella la retiró con presteza. Después alzó las manos al techo, las dejó caer, y salió por la puerta delantera. Lee empezó a seguirla, pero pareció pensarlo mejor. Los hermanos habían puesto dos raídas sillas de jardín en el porche. Marina se hundió en una. Tenía un rasguño bajo el ojo izquierdo, y la mejilla ya empezaba a hincharse. Miró fijamente hacia la calle, y al otro lado. Sentí una punzada de miedo culpable, aunque las luces de mi salita estaban apagadas y sabía que ella no podía verme. Tuve cuidado de permanecer inmóvil, no obstante, con los prismáticos congelados en el rostro.

Lee se sentó a la mesa de la cocina y apoyó la frente en las manos. Se quedó así un rato, hasta que oyó algo y entró en el dormitorio pequeño. Salió con June en brazos y empezó a pasearla por la salita, frotándole la espalda, calmándola. Marina entró en la casa. June la vio y extendió los regordetes bracitos hacia ella. Marina se acercó y Lee le pasó el bebé. Acto seguido, antes de que ella se alejara, la abrazó. Por un instante permaneció entre sus brazos en silencio, y al final cambió al bebé de posición para poder corresponderle con un abrazo manco. Oswald enterró la boca en el cabello de ella, y yo sabía con bastante certeza lo que estaría diciendo: las palabras en ruso que significan «lo siento». No me cabía duda de su sinceridad. También lo sentiría la próxima vez. Y la siguiente.

Marina llevó a June al dormitorio que en otro tiempo había pertenecido a Rosette. Lee se quedó donde estaba, pero al cabo de un momento fue a la nevera, sacó algo, y empezó a comérselo.