El 10 fue viernes. El lunes, unas dos horas después de que Lee hubiera partido a otra jornada soldando puertas de aluminio, una ranchera de color fango aparcó en la cuneta frente al 2703. Marguerite Oswald se apeó del lado del pasajero antes de que se detuviera por completo. Ese día, había sustituido el pañuelo rojo por uno blanco con lunares negros, pero los zapatos de enfermera eran los mismos, al igual que su semblante de insatisfecha pugnacidad. Los había localizado, tal y como vaticinó Robert.
El sabueso del cielo, pensé. El sabueso del cielo.
Estaba mirando a través de la rendija entre las cortinas, pero no vi la necesidad de encender el micrófono. Se trataba de una historia que no precisaba banda sonora.
La amiga que conducía el vehículo —una muchacha corpulenta— salió con esfuerzo de detrás del volante y se abanicó el cuello del vestido. Era otro día abrasador, pero eso a Margueritte parecía traerle sin cuidado. Metió prisa a su chófer para que acudiera al maletero de la ranchera. Dentro había una trona y una bolsa con provisiones. Marguerite cogió la silla; su amiga cargó con el resto.
La niña de la comba se acercó montada en su patinete, pero Marguerite la despachó sin rodeos. Oí un «¡Zape, niña!», y la chiquilla se marchó con los labios fruncidos.
Marguerite recorrió el camino pelado que servía de acceso a la casa. Mientras observaba con atención el peldaño suelto, salió Marina. Llevaba un blusón y la clase de pantaloncitos cortos que la señora Oswald no aprobaba en una mujer casada. No me extrañó que a Marina le gustaran. Tenía unas piernas de infarto. Su expresión fue de sobresalto, alarmada, y no necesité mi improvisado amplificador para oírla.
—No, Mamochka… ¡Mamochka, no! ¡Lee dice no! ¡Lee dice no! ¡Lee dice…! —Siguió después un rápido parloteo en ruso cuando Marina expresó del único modo que sabía lo que su marido había dicho.
Marguerite Oswald pertenecía a esa especie de estadounidenses que creen que los extranjeros te entenderán seguro si hablas despacio… y muy ALTO.
—¡Sí… Lee… tiene… su… ORGULLO! —pregonó como a golpe de corneta. Subió al porche (sorteando con destreza el peldaño roto) y habló directamente a la cara asustada de su nuera—. ¡No… tiene… nada… de malo… pero… no… puede… dejar… que… mi… NIETA… pague… el PRECIO!
Ella era fornida; Marina, esbelta. «Mamochka» se lanzó adentro sin ninguna consideración, como un tren de vapor. Siguió un momento de silencio; luego, el bramido de un estibador.
—¿Dónde está esa RICURA mía?
En lo profundo de la casa, probablemente en el antiguo dormitorio de Rosette, June empezó a lloriquear.
La mujer que había llevado en coche a Marguerite dirigió una tímida sonrisa a Marina y luego entró con la bolsa de provisiones.