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El 10 de agosto, en torno a las cinco de la tarde, reapareció el Bel Air, esta vez arrastrando un pequeño remolque de madera. Lee y Robert necesitaron menos de diez minutos para transportar todos los bienes materiales de los Oswald a la nueva mansión (cuidándose de evitar el tablón suelto del porche, que aún no habían reparado). Durante el proceso de mudanza, Marina permaneció en el terreno de hierbajos con June en su brazos, mirando su nuevo hogar con una expresión de consternación que no requería traducción.

Esta vez se presentaron las tres niñas de la comba; dos venían andando, la otra empujaba su patinete. Pidieron ver al bebé y Marina accedió con una sonrisa.

—¿Cómo se llama? —preguntó una de las niñas.

—June —dijo Marina.

De pronto las tres prorrumpieron en preguntas.

—¿Cuántos años tiene? ¿Sabe hablar? ¿Por qué no se ríe? ¿Tiene una muñeca?

Marina movió la cabeza de lado a lado. Aún sonreía.

—Perdón. Mí no hablar.

Las tres crías salieron a todo correr, canturreando:

—¡Mí no hablar, mí no hablar!

Una de las gallinas supervivientes de Mercedes Street echó a volar a su paso, cacareando. Marina las observó alejarse, su sonrisa se diluyó.

Lee salió al patio y se acercó a ella. Estaba desnudo de cintura para arriba, sudando profusamente. Su piel era blanca como el vientre de un pez; los brazos, delgados y flácidos. La rodeó por la cintura, se inclinó y besó a June. Pensé que Marina apuntaría con el dedo hacia la casa y diría «mí no gustar, no gustar» —eso ya se lo sabía al dedillo—, pero se limitó a entregarle el bebé y trepó al porche, trastabillando por un instante en el tablón suelto y recuperando el equilibro enseguida. Se me ocurrió que Sadie probablemente se habría caído de bruces y habría estado cojeando con el tobillo inflamado los siguientes diez días.

También se me ocurrió que Marina tenía tantas ganas de librarse de Marguerite como su marido.