3

El 3 de agosto, un sedán Bel Air del 58 estacionó en lo que pretendía ser el camino particular del 2703. Le siguió un reluciente Chrysler. Los hermanos Oswald se apearon del Bel Air y se quedaron parados uno al lado del otro, sin hablar.

Metí la mano a través de las cortinas lo suficiente para subir la ventana de delante, lo que dejó entrar el ruido de la calle y una apática ráfaga de aire caliente y húmedo. Después corrí al dormitorio y saqué mi nuevo aparato de debajo de la cama. Silent Mike había practicado un agujero en la base de un cuenco Tupperware y pegado con cinta adhesiva el micrófono omnidireccional —que me aseguró que era tecnología punta— de modo que asomaba como un dedo. Empalmé los cables del micrófono a los puntos de conexión en la parte posterior de la grabadora, enroscándolos con fuerza. Había un orificio de entrada para auriculares que mi gurú electrónico también afirmaba que eran tecnología punta.

Eché un vistazo afuera. Los Oswald hablaban con el tipo del Chrysler. Éste llevaba un Stetson, una corbata de ranchero y unas extravagantes botas con bordados. Mejor vestido que mi casero, pero miembro de la misma tribu. No me hacía falta escuchar la conversación; los ademanes del hombre eran de manual. «Sé que no es mucho, pero, tú tampoco eres gran cosa. ¿Verdad, socio?» Debía de ser un pasaje duro para un viajero de mundo como Lee, quien se creía destinado a la fama, si no necesariamente a la fortuna.

Había una toma de corriente en el zócalo. Enchufé la grabadora con la esperanza de no recibir una descarga ni fundir un fusible. Se encendió el piloto rojo del aparato. Me puse los auriculares y deslicé el cuenco por el hueco entre las cortinas. Si miraran en esa dirección, el sol les obligaría a entrecerrar los ojos, y gracias a la sombra proyectada por el alero sobre la ventana, verían a lo sumo un borrón blanco inidentificable que podría ser cualquier cosa. No obstante, me recordé fijar el recipiente con cinta adhesiva negra. Mejor prevenir que curar.

En cualquier caso, no se oía nada.

Incluso los ruidos de la calle se habían amortiguado.

Vale, estupendo, pensé. Sencillamente brillante, joder. Gracias por este pedazo de mierda, Silent Mi…

En ese momento advertí que el control de volumen de la grabadora estaba puesto a cero. Lo giré por completo hasta el símbolo + y una oleada de voces me bombardeó. Me arranqué los auriculares de la cabeza profiriendo una maldición, ajusté el botón de volumen en el punto medio, y probé de nuevo. El resultado fue extraordinario. Como prismáticos para los oídos.

—Sesenta al mes me parece un poco excesivo, señor —estaba diciendo Lee Oswald (considerando que los Templeton habían pagado diez dólares menos al mes, a mí también me lo parecía). El tono de su voz era respetuoso, con leves matices de acento sureño—. Si pudiéramos ponernos de acuerdo en cincuenta y cinco…

—Respeto a los hombres que quieren regatear, pero ni se moleste —dijo Botas de Serpiente. Se balanceaba adelante y atrás sobre los tacones como un hombre que arde en deseos de marcharse—. Pido lo que pido. Si no me lo da usted, ya me lo dará otro.

Lee y Robert intercambiaron una mirada.

—Tal vez deberíamos entrar a echar un vistazo —sugirió Lee.

—Es un buen sitio, en una calle familiar —dijo Botas de Serpiente—. Pero mejor que pongan cuidado con el primer escalón del porche, necesita un poquitín de carpintería. Tengo varias casas, y la gente me las destroza todas. El último hato, menuda calaña.

Cuidado, gilipollas, pensé. Estás hablando de la gente de Ivy.

Entraron. Perdí las voces y las volví a pillar —débilmente— cuando Botas de Serpiente subió la ventana del cuarto de delante. Era la salita; Ivy no se equivocaba al asegurar que los vecinos del otro lado de la calle podían ver todo lo que pasaba dentro.

Lee quiso saber si el posible futuro casero pensaba hacer algo con respecto a los agujeros en las paredes. No existía indignación en la pregunta, ni sarcasmo, pero tampoco servilismo, a pesar del «señor» que agregaba al final de cada frase. Era un respetuoso aunque lacónico tratamiento que probablemente había aprendido en los Marines. «Anodino» era la palabra que mejor le definía. Poseía el rostro y la voz de un hombre con habilidad para pasar desapercibido. En público, al menos. Era Marina quien veía su otro rostro y oía su otra voz.

Botas de Serpiente hacía vagas promesas y garantizó sin reservas que pondría un colchón nuevo en el dormitorio para reemplazar el que había robado «el último hato». Reiteró que si Lee no quería la casa, algún otro se la quedaría (como si no llevara desocupada todo el año), y luego invitó a los hermanos a inspeccionar los dormitorios. Me pregunté si apreciarían los esfuerzos artísticos de Rosette.

Perdí sus voces y las recuperé cuando recorrieron la zona de la cocina. Me alegró observar que pasaban junto a la Lámpara Inclinada de Pisa sin echarle siquiera un vistazo.

—¿… sótano? —interpeló Robert.

—¡No tiene sótano! —replicó Botas de Serpiente, tronando, como si dicha carencia fuera una ventaja. Aparentemente, él pensaba que sí—. En un vecindario como éste, lo único que hacen es acumular agua. ¡Y humedad, rayos! —Aquí volví a perder el rastro de voz cuando abrió la puerta de atrás para enseñarles el patio, el cual no era más que un solar vacío.

Cinco minutos más tarde estaban de nuevo delante de la casa. Esta vez fue Robert, el hermano mayor, quien intentó regatear. No logró más éxito que Lee.

—¿Nos da un minuto? —preguntó Robert.

Botas de Serpiente miró su anacrónico reloj cromado y asintió.

—Pero tengo una cita en Church Street, así que necesito que se decidan rápido, muchachos.

Los hermanos caminaron hasta la parte posterior del Bel Air de Robert y, aunque redujeron la voz a un tono más bajo para evitar que Botas de Serpiente les oyera, cuando incliné el cuenco en su dirección, capté la mayoría. Robert era partidario de mirar más sitios. Lee se empeñó en que quería ése. Serviría para empezar.

—Lee, es un cuchitril —dijo Robert—. Estás tirando… —El dinero, probablemente.

Lee contestó algo que no pillé. Robert suspiró y levantó las manos en un gesto de rendición. Volvieron a donde esperaba Botas de Serpiente, que dio un breve meneo a la mano de Lee y alabó su sabia elección. A continuación enunció el Evangelio del Casero: primer mes, último mes, fianza. Robert intervino entonces diciendo que no se entregaría ninguna fianza hasta que las paredes estuvieran reparadas y el colchón nuevo instalado.

—El colchón nuevo, seguro —dijo Botas de Serpiente—. Y echaré un vistazo a ese escalón para que la mujercita no se tuerza el tobillo. Pero para reparar las paredes enseguida tendría que subir el alquiler cinco dólares más al mes.

Sabía por las notas de Al que Lee se quedaría con la casa, y aun así esperaba que huyera de esta atrocidad. En cambio, sacó una flácida cartera del bolsillo de atrás y extrajo un delgado fajo de billetes. Los contó a medida que trasvasaba la mayoría a la mano extendida de su nuevo casero; mientras, Robert regresó a su coche moviendo la cabeza en un gesto de disgusto. Sus ojos se volvieron brevemente hacia mi casa al otro de la calle, pero pasaron de largo con indiferencia.

Botas de Serpiente volvió a agitar la mano de Lee, después saltó a su Chrysler y se marchó a toda velocidad, levantando polvo a su paso.

Una de las niñas de la comba se acercó como un bólido en un patinete oxidado.

—¿Va a vivir en la casa de Rosette, señor? —le preguntó a Robert.

—Yo no, él —respondió Robert, y amartilló el pulgar en dirección a su hermano.

Ella propulsó el patinete hacia Lee y preguntó al hombre que iba a volarle el lado derecho de la cabeza a Kennedy si tenía niños.

—Tengo una niñita —dijo Lee. Colocó las manos sobre las rodillas y se agachó a su nivel.

—¿Es guapa?

—No tan bonita como tú, ni tan grande.

—¿Sabe saltar a la cuerda?

—Cariño, ni siquiera sabe andar todavía.

—Bueno, pues a tomar por saco. —Salió pitando en dirección a Winscott Road.

Los dos hermanos se volvieron hacia la casa. Esto amortiguó sus voces un poco, pero cuando subí el volumen, aún pude oír la mayoría de su conversación.

—Este… gato por liebre —le dijo Robert—. Cuando Marina vea este sitio, se te echará encima como moscas sobre una caca de perro.

—Me… Rina —dijo Lee—. Pero, hermano, si no… de mamá y salgo de ese apartamento, soy capaz de matarla.

—Ella puede ser… pero… te quiere, Lee. —Robert dio unos pocos pasos hacia la calle. Lee se le unió, y sus voces llegaron claras como el tañir de una campana.

—Lo sé, pero no puede evitarlo. La otra noche cuando Rina y yo estábamos haciéndolo, nos pegó un grito desde el sofá cama. Duerme en la salita, ya sabes. «Vosotros dos, tranquilitos», grita, «es muy pronto para hacer otro. Esperad a que podáis mantener a la que ya tenéis».

—Lo sé. Puede ser dura.

—No para de comprar cosas, hermano. Dice que son para Rina, pero me las refriega por la cara. —Lee rio y regresó al Bel Air. Esta vez fueron sus ojos los que patinaron hasta el 2706, y necesité recurrir a todo cuanto poseía en mi interior para permanecer inmóvil tras las cortinas. Y también para mantener inmóvil el cuenco.

Robert se le unió. Se apoyaron en el parachoques trasero, dos hombres con camisa azul limpia y pantalones de trabajo. Lee llevaba una corbata, y en ese momento se la aflojó.

—Escucha esto. Mamá va al Leonard Brothers y vuelve con un montón de ropa para Rina. Saca un par de pantalones cortos que son tan largos como bombachos, solo que de cachemir. «Mira, Reenie, ¿no son potitos?», dice. —La imitación del acento de su madre fue despiadada.

—¿Y qué contesta Rina? —Robert sonreía.

—Ella dice: «No, Mamochka, no. Yo gracias pero mí no gustar, no gustar. Gustar esta forma». Y se pone la mano en la pierna. —Lee apoyó el canto de la mano hacia la mitad del muslo.

La sonrisa de Robert se ensanchó.

—Seguro que eso le gustó a mamá.

—Ella dice: «Marina, esos pantaloncitos son para muchachas que se van exhibiendo por la calle para ver si pescan un novio, no para mujeres casadas». No le digas dónde vivimos, hermano. Ni se te ocurra. ¿Queda claro?

Robert guardó silencio durante unos segundos. Tal vez estaba recordando un frío día de noviembre de 1960. Su madre trotando detrás de él por la Séptima Oeste, voceando: «Quieto, Robert, no vayas tan rápido. ¡Todavía no he acabado contigo!». Y pese a que las notas de Al no decían nada sobre el tema, dudaba que ella hubiera acabado con Lee. Después de todo, Lee era el hijo que más le importaba. El niño mimado de la familia. El que durmió en la misma cama que ella hasta los once años. El que necesitaba inspecciones regulares para ver si ya le había empezado a crecer pelo en los huevos. El cuaderno de Al recogía estos datos. Anotadas al margen, había dos palabras que uno generalmente no esperaría de un cocinero de comida rápida: fijación histérica.

—Queda claro, Lee, pero esta no es una ciudad grande. Os encontrará.

—La mandaré a freír espárragos. Dalo por hecho.

Montaron en el Bel Air y partieron. El cartel de SE ALQUILA había desaparecido de la barandilla del porche. El nuevo casero de Lee y Marina se lo había llevado al irse.

Me acerqué a la ferretería, compré un rollo de cinta aislante, y revestí el cuenco Tupperware, por dentro y por fuera. En conjunto, consideré que había sido un buen día, pero acababa de penetrar en la zona de peligro. Y lo sabía.