Hice que me instalaran un teléfono, y la primera persona a la que llamé fue Ellen Dockerty, quien se mostró encantada de facilitarme la dirección de Sadie en Reno.
—También tengo el número de teléfono de la pensión donde se hospeda —dijo Ellen—. Si lo quieres.
Por supuesto que lo quería. Sin embargo, si lo tenía, tarde o temprano cedería a la tentación y llamaría. Algo me indicaba que sería un error.
—Con la dirección bastará.
Escribí una carta tan pronto como colgué, en un tono poco natural y artificialmente informal que detestaba pero que no sabía cómo superar. La maldita escoba continuaba entre nosotros. ¿Y si allí conocía a un viejo forrado que le pagaba todos los caprichos y se olvidaba por completo de mí? ¿No era posible? Sin duda ella sabría cómo complacerle; Sadie había aprendido con rapidez y era tan ágil en la cama como en la pista de baile. La vena celosa volvía a manifestarse, así que terminé la carta deprisa y corriendo, consciente de que probablemente sonaría lastimera, aunque no me importaba. Cualquier cosa para destruir la artificialidad y decir algo sincero.
Te echo de menos y lamento una barbaridad el modo en que dejamos las cosas. Ahora no sé cómo arreglarlo. Tengo un trabajo que hacer, y no estará acabado hasta la próxima primavera como mínimo. Quizá ni siquiera entonces, pero creo que sí. Espero que sí. Por favor, no me olvides. Te quiero, Sadie.
Firmé como George, lo cual parecía anular cualquier atisbo de sinceridad. Debajo añadí: «Por si quieres llamarme», y mi nuevo número de teléfono. Después fui andando hasta la Biblioteca Benbrook y eché la carta en el buzón de correos de enfrente. Por el momento, era lo mejor que podía hacer.