12

Estuve a punto de no acercarme al campo de fútbol. Jodie se veía muy bonita bajo la inclinada luz de aquel atardecer de finales de julio. Creo que una parte de mí deseaba regresar a Fort Worth cagando leches antes de que perdiera la voluntad para hacerlo. Me pregunto cuánto habría variado todo si me hubiera saltado esa pequeña excursión. Quizá nada. Quizá mucho.

El entrenador ensayaba dos o tres jugadas con los muchachos de los equipos especiales mientras el resto de los jugadores descansaban en el banco sin los cascos y el sudor deslizándose en sus rostros.

¡Dos rojo, dos rojo! —se desgañitaba el entrenador. Nos vio a Deke y a mí y levantó una mano con la palma extendida: cinco minutos. Después se volvió hacia la reducida y agotada cuadrilla que aún seguía en el campo—: ¡Una vez más! A ver si sois capaces de poner algo de músculo en esos huesos, ¿qué decís?

En el otro extremo del campo divisé a un tipo con una chaqueta deportiva tan chillona que dañaba la vista. Trotaba la banda arriba y abajo con auriculares en la cabeza y un objeto similar a una ensaladera en las manos. Sus gafas me recordaron a alguien. Al principio no pude establecer la conexión, pero entonces me vino: se parecía un poco a Silent Mike McEachern. Mi Mr. Wizard particular.

—¿Quién es ése? —pregunté.

Deke escudriñó con los ojos entornados.

—Que me aspen si lo sé.

El entrenador batió las palmas y mandó a los chicos a las duchas. Se aproximó a las gradas y me dio una palmadita en la espalda.

—¿Cómo va eso, Shakespeare?

—Bastante bien —dije, sonriendo con bravura.

—«Shakespeare, Shakespeare, patada en la pelvis»; eso solíamos decir cuando éramos críos. —Rompió a reír con ganas.

Nosotros solíamos decir «Entrenador, entrenador, pisa un escorpión».

El entrenador Borman puso cara de perplejidad.

—¿De veras?

—¡Qué va!, me estaba mofando. —Y arrepintiéndome de no haber obedecido a mi primer impulso de largarme de la ciudad después de la cena—. ¿Qué tal pinta el equipo?

—Ah, son buenos chicos, se esfuerzan, pero no será lo mismo sin Jimmy. ¿Has visto el nuevo cartel donde la 109 se separa de la Autopista 77? —Pronunció seeenta seete.

—Supongo que estoy demasiado acostumbrado a verlo y no me he fijado.

—Bueno, échale un vistazo en el camino de vuelta, socio. El comité de apoyo se ha superado. La madre de Jimmy casi lloró cuando lo vio. Entiendo que te debo un voto de agradecimiento por lograr que ese muchacho dejara la bebida. —Se quitó la gorra adornada con una gran E, se enjugó el sudor de la frente con el brazo y se la encasquetó otra vez. Suspiró pesadamente—. Quizá también le deba un voto de agradecimiento a ese jodido atontado de Vince Knowles, pero lo máximo que puedo hacer ya es ponerle en mi lista de plegarias.

Recordé que el entrenador pertenecía a la facción más intransigente de los baptistas. Aparte de las listas de plegarias, probablemente creía en toda esa mierda de los hijos de Noé.

—No hay nada que agradecer —dije—. Solo hacía mi trabajo.

Me dirigió una mirada penetrante.

—Deberías estar haciéndolo todavía en vez de andar mariconeando con un libro. Perdona por no morderme la lengua, pero así es como lo siento.

—No pasa nada. —Era cierto. Se ganó mi simpatía por ello. En otro mundo, puede que hasta tuviera razón. Señalé con el dedo al otro lado del campo, donde el doble de Silent Mike estaba guardando su ensaladera en un estuche de acero. Los auriculares aún le colgaban del cuello—. Entrenador, ¿quién es ése?

Borman soltó un resoplido.

—Creo que se llama Hale Duff. O puede que Cale. El nuevo locutor deportivo de la Big Damn. —Se refería a la KDAM, la única estación radiofónica del condado de Denholm, que emitía informes granjeros por la mañana, música country al mediodía y rock and roll después de acabar las clases. Los chicos disfrutaban con las cuñas tanto como con la música; sonaba una explosión a la cual seguía la voz de un viejo cowboy diciendo «¡KA-DAM! ¡Ésa ha sido bestial!». En la Tierra de Antaño, eso se considera el summum del atrevimiento.

—¿Qué es ese artilugio, entrenador? —preguntó Deke—. ¿Lo sabes?

—Desde luego que sí —respondió el entrenador—, pero si se piensa que le voy a permitir usarlo durante las retransmisiones de los partidos, lo lleva claro. ¿Crees que quiero que cualquiera que tenga una radio me oiga llamar «panda de malditas nenazas» a mis chicos si no son capaces de rechazar la presión en la línea de tres yardas?

Me volví hacia él, muy despacio.

—¿De qué estás hablando?

—No me lo creía, así que lo probé —masculló el entrenador. Después, con creciente indignación añadió—: ¡Escuché a Boof Redford diciéndole a uno de los novatos que mis pelotas eran más grandes que mi cerebro!

—¿De veras? —El pulso se me aceleró sensiblemente.

—Ese Duffer dijo que lo construyó en su puñetero garaje —retumbó el entrenador—. Dijo que cuando se aumenta la potencia al máximo, se puede oír a un gato tirarse un pedo a una manzana de distancia. Eso es una tontería, por supuesto, pero Redford estaba al otro lado del campo cuando se pasó de listo con su comentario.

El locutor deportivo, que aparentaba unos veinticuatro años, recogió la caja de acero que contenía su equipo y saludó con la mano libre. El entrenador agitó la mano en respuesta y murmuró entre dientes:

—El día en que le deje estar en un partido con esa cosa será el día en que ponga una pegatina de Kennedy en mi puto Dodge.