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Al Stevens había contratado a una chica que yo conocía de la clase de inglés comercial y me sentí conmovido por el modo en que se le iluminó el rostro cuando vio quién estaba sentado con Ellie y Deke.

—¡Señor Amberson! Caramba, ¡qué alegría verle! ¿Cómo le va?

—Estupendamente, Dorrie —dije.

—Bueno, pero yo que usted me pediría todo el menú. Ha perdido peso.

—Es cierto —asintió Ellie—. Necesitas que alguien cuide bien de ti.

El bronceado mexicano de Deke se había desvanecido, lo cual me indicó que pasaba la mayor parte de su retiro en casa, y cualquier peso que yo hubiera perdido, él lo había encontrado. Me estrechó la mano con un fuerte apretón y expresó su alegría por verme. No había artificios en el hombre. Ni en Ellie Dockerty, para el caso. Cambiar aquel lugar por Mercedes Street, donde celebraban el Cuatro de Julio haciendo explotar gallinas, me parecía cada vez más una locura, daba igual lo que supiera acerca del futuro. Definitivamente, esperaba que Kennedy lo valiera.

Comimos hamburguesas, patatas fritas crujientes de aceite y tarta de manzana con helado. Hablamos sobre quién estaba haciendo qué, y nos echamos unas risas a costa de Danny Laverty, que finalmente estaba escribiendo su largamente rumoreado libro. Ellie comentó que, según la esposa de Danny, el primer capítulo se titulaba «Entro en liza».

Hacia el término de nuestra comida, mientras Deke rellenaba su pipa con Prince Albert, Ellie levantó una bolsa que había guardado bajo la mesa y sacó un libro enorme que me pasó sobre los restos grasientos de nuestra cena.

—Página ochenta y nueve. Y mantenlo lejos de ese antiestético charco de ketchup, haz el favor. Es exclusivamente un préstamo, y quisiera devolverlo en el mismo estado en que lo recibí.

Se trataba de un anuario titulado Colas de tigre, y procedía de una institución mucho más finolis que la ESCD. Colas de tigre estaba encuadernado en piel en vez de tela, las páginas eran gruesas y satinadas, y la sección de anuncios en la parte de atrás tenía fácilmente un espesor de cien páginas. La institución que conmemoraba —exaltaba sería la mejor definición— era la Academia Longacre de Savannah. Hojeé la sección del último curso, de un uniforme tono vainilla, y se me ocurrió que hacia 1990 incluiría una o dos caras de color. Quizá.

—¡Cuernos! —exclamé—. Para Sadie, cambiar este sitio por Jodie debió de suponer un duro golpe a su cartera.

—Creo que estaba ansiosa por marcharse —dijo Deke en voz baja—. Y estoy seguro de que tenía sus razones.

Pasé a la página ochenta y nueve. El encabezamiento rezaba DEPARTAMENTO DE CIENCIAS DE LONGACRE. Mostraba la trillada imagen de cuatro profesores con bata blanca de laboratorio sosteniendo burbujeantes vasos de precipitados (en plan doctor Jekyll), y debajo había cuatro fotos de estudio. John Clayton no se parecía ni un ápice a Lee Oswald, pero poseía esa clase de rostro que con gusto se relega al olvido, y las comisuras de los labios formaban hoyuelos por ese mismo asomo de sonrisa. ¿Era el fantasma de la diversión o un desprecio apenas camuflado? Diablos, quizá fue lo mejor que logró el cabrón obsesivo compulsivo cuando el fotógrafo le pidió que dijera «patata». Los únicos rasgos distintivos eran unas sienes levemente hundidas, casi a juego con los hoyuelos en las comisuras de la boca. Aunque la foto era en blanco y negro, la claridad de sus ojos me revelaba con certeza que eran azules o grises.

Giré el libro hacia mis amigos.

—¿Veis estas mellas a ambos lados de la cabeza? ¿Son una formación natural, como una nariz aguileña o un hoyuelo en la barbilla?

—No —dijeron exactamente al mismo tiempo. Hasta cierto punto resultó cómico.

—Son marcas de fórceps —observó Deke—. Se deben a que el médico se hartó de esperar y extrajo a la criatura. Normalmente desaparecen, pero no siempre. Si el pelo no le raleara en las sienes, difícilmente podrías verlas, ¿verdad?

—¿Y no ha aparecido por aquí preguntando por Sadie? —inquirí.

—No —respondieron nuevamente al unísono. Ellen agregó—: Nadie ha preguntado por ella. Excepto tú, George. Maldito estúpido. —Sonrió como hace la gente cuando gasta una broma que en realidad no lo es.

Miré mi reloj y dije:

—Ya os he entretenido bastante. Es hora de que regrese.

—¿Quieres dar un paseo hasta el campo de fútbol antes de irte? —preguntó Deke—. El entrenador Borman me pidió que te llevara, si se presentaba la ocasión. Ya tiene a los muchachos entrenando, por supuesto.

—Por lo menos lo hacen en el frescor de la tarde —dijo Ellie al tiempo que se levantaba—. Gracias a Dios por los pequeños favores. ¿Recuerdas cuando el chico de los Hasting sufrió una insolación hace tres años, Deke? ¿Y que al principio pensaron que era un ataque al corazón?

—No imagino por qué querría verme —comenté—. Convertí uno de sus defensas estrella al lado oscuro del universo. —Bajé el tono y susurré con voz ronca—: ¡Arte dramático!

Deke sonrió.

—Sí, pero quizá salvaste a otro de la «camisa roja» en Alabama. Eso piensa Borman, al menos. Porque, hijo mío, es lo que Jim LaDue le contó.

En un primer momento no tuve la menor idea de qué estaba hablando. Entonces recordé el Baile de Sadie Hawkins y sonreí abiertamente.

—Lo único que pasó fue que pillé a tres de los muchachos pasándose una botella de matarratas. La lancé al otro lado de la valla. Deke había dejado de sonreír.

—¿Era Vince Knowles uno de ellos? ¿Sabías que estaba borracho el día en que volcó su camioneta?

—No. —Sin embargo, no me sorprendía. Los autos y la bebida forman un cóctel popular, y a menudo letal, en los institutos.

—Pues sí. Eso, combinado con el sermón que les echaste en el baile, ha hecho que LaDue reniegue de la bebida.

—¿Qué les dijiste? —preguntó Ellie. Hurgaba en su bolso en busca de la cartera, pero me encontraba demasiado perdido en el recuerdo de aquella noche para discutir con ella por la cuenta. «No jodáis vuestro futuro», eso había dicho. Y a Jim LaDue, aquel de la perezosa sonrisa de «manejo el mundo a mi antojo», le había calado hondo. Nunca sabemos en qué vidas influenciamos, ni cuándo, ni por qué. No lo descubrimos hasta que el futuro devora el presente. Cuando es demasiado tarde.

—No me acuerdo —mentí.

Ellie trotó a pagar la cuenta.

—Dile a Ellie que esté pendiente del hombre de la foto, Deke —le pedí—. Tú también. Puede que no venga por aquí, estoy empezando a pensar que a lo mejor me he equivocado, pero no me fío. Ese tipo no está demasiado en sus cabales.

Deke prometió que lo haría.