El Cuatro de Julio en Mercedes Street fue un día de mucho movimiento. Hombres con el día libre regaban céspedes que se hallaban más allá de la salvación —aparte de unas pocas tormentas a última hora de la tarde, el tiempo había sido caluroso y seco— y luego se arrellanaban en sillas de jardín a escuchar el partido de béisbol en la radio y a beber cerveza. Pelotones de subadolescentes tiraban petardos a chuchos callejeros y las pocas gallinas errantes. Una de las aves fue alcanzada y explotó en una masa de sangre y plumas. El niño responsable del lanzamiento fue arrastrado entre gritos dentro de una de las casas calle abajo por una madre a medio vestir, solo con una enagua y una gorra de béisbol Farmall. Deduje por su inestable andar que ella misma se había trincado unas cuantas birras. Lo más cercano a un espectáculo de fuegos artificiales tuvo lugar después de las diez de la noche, cuando alguien, posiblemente el mismo chaval que había rajado los neumáticos de mi descapotable, prendió fuego a un viejo Studebaker que llevaba alrededor de una semana abandonado en el aparcamiento del almacén de Montgomery Ward. El cuerpo de bomberos de Fort Worth se presentó para extinguirlo y todo el mundo se echó a la calle a mirar. Salve, Columbia.
A la mañana siguiente me acerqué a inspeccionar la carrocería quemada, que descansaba con tristeza sobre los restos derretidos de los neumáticos. Divisé una cabina telefónica próxima a uno de los muelles de carga del almacén y, en un impulso, llamé a Ellie Dockerty, logrando que la operadora localizara el número y me conectara. Lo hice en parte porque me sentía solo y nostálgico; principalmente, porque deseaba tener noticias de Sadie.
Ellie contestó al segundo timbrazo y parecía encantada de oír mi voz. Allí de pie, en una cabina telefónica abrasadora, con Mercedes Street durmiendo la borrachera del Glorioso Cuatro de Julio a mi espalda y el olor a vehículo calcinado en mis fosas nasales, eso me arrancó una sonrisa.
—Sadie está bien. He recibido dos postales y una carta. Trabaja como camarera en el Harrah. —Bajó la voz—. Creo que como camarera de cócteles, pero el consejo escolar jamás se enterará de eso por mí.
Visualicé las largas piernas de Sadie con una falda corta. Visualicé a hombres de negocio intentando ver sus ligas o echando miradas al interior del valle de su escote cuando ella se inclinaba para servir las bebidas en una mesa.
—Preguntó por ti —dijo Ellie, lo cual me arrancó una nueva sonrisa—. No quise decirle que has zarpado al fin del mundo, por cuanto sabe cualquiera en Jodie, así que le conté que estabas muy ocupado con tu libro y que te iba bien.
Hacía un mes o más que no añadía una sola palabra a El lugar del crimen, y las dos ocasiones en que intenté leer el manuscrito, todo me daba la impresión de estar escrito en púnico del siglo tercero.
—Me alegro de que le vaya bien.
—El requisito de residencia será satisfecho a finales de mes, pero ha decidido quedarse hasta agotar las vacaciones de verano. Dice que las propinas son muy buenas.
—¿Le pediste una foto de su futuro ex marido?
—Justo antes de que se marchara, pero no tenía ninguna. Cree que sus padres tienen varias, pero se negó a escribirles. Dijo que ellos nunca habían renunciado al matrimonio, y que eso les daría falsas esperanzas. Además, ella opinaba que exagerabas. Que exagerabas como un bellaco, esa fue la frase que usó.
Me sonaba muy propio de mi Sadie. Solo que ya no la podía llamar mía. Ahora simplemente era «eh, camarera, tráenos otra ronda… y esta vez agáchate un poco más». Todo hombre tiene una vena celosa, y la mía tañía con fuerza la mañana del 5 de julio.
—¿George? No me cabe duda de que todavía le importas, y puede que no sea demasiado tarde para esclarecer este embrollo.
Pensé en Lee Oswald, que no atentaría contra la vida del general Edwin Walker hasta al cabo de otros nueve meses.
—Es demasiado pronto —señalé.
—¿Cómo dices?
—Nada. Me ha encantado hablar contigo, señorita Ellie, pero dentro de poco la operadora va a irrumpir en la línea pidiéndome más dinero y me he quedado sin monedas.
—Supongo que no querrás venir hasta aquí a tomar una hamburguesa y un batido en el Diner, ¿verdad? Si quieres, invitaré a Deke Simmons para que nos acompañe. Pregunta por ti casi a diario.
La idea de volver a Jodie y ver a mis amigos del instituto era probablemente lo único que podría haberme animado aquella mañana.
—Por supuesto. ¿Esta tarde sería demasiado apresurado? ¿A las cinco, por ejemplo?
—Es perfecto. Los ratones de campo cenamos temprano.
—Bien. Estaré allí. Pago yo.
—Eso habrá que verlo.