Regresé a casa —si podía llamar «casa» a Mercedes Street— y traté de echarme una siesta. No pude conciliar el sueño, así que me quedé tendido con las manos en la nuca escuchando los inquietantes ruidos callejeros y hablando con Al Templeton. Ahora que estaba solo, me descubría haciéndolo bastante a menudo. Para ser un hombre muerto, él siempre tenía mucho que decir.
—He sido un estúpido por venir a Fort Worth —reconocí—. Si intento conectar el micro a la grabadora, me arriesgo a que alguien me vea. El mismo Oswald podría verme, y eso lo cambiaría todo. Ya está paranoico, lo decías en tus notas. Sabía que la KGB y el Ministerio de Interior Ruso le estaban vigilando en Minsk, y va a temer que el FBI y la CIA le vigilen aquí. De hecho, el FBI le vigilará, al menos durante un período de tiempo.
—Sí, tendrás que ser cuidadoso —coincidió Al—. No será fácil, pero confío en ti, socio. Por eso te llamé en primer lugar.
—Ni siquiera quiero estar cerca de él. Me bastó con verlo en el aeropuerto para que se me pusieran los pelos como escarpias.
—Lo sé, pero no tienes más remedio. Como cocinero que pasó casi toda su maldita vida entre fogones, puedo asegurarte que jamás se ha hecho una tortilla sin cascar huevos. Y sería un error sobrestimar a este individuo. No es ningún supercriminal. Además, va a estar distraído, sobre todo por la bruja de su madre. ¿Cómo va a lograr ser bueno en algo? Durante una temporada, solo se le dará bien gritar a su mujer y pegarle cuando se cabree tanto que eso no le baste.
—Creo que ella le importa. Un poco, al menos; quizá mucho, a pesar de los gritos.
—Sí, y son esos tipos los que más posibilidades tienen de terminar jodiendo a sus mujeres. Mira a Frank Dunning. Tan solo ocúpate de tus asuntos, socio.
—¿Y qué voy a conseguir si me las apaño para conectar el micro? ¿Una grabación de sus discusiones? ¿Y en ruso? Eso sí que me servirá de ayuda.
—No necesitas descodificar su vida familiar. Es en George de Mohrenschildt en quien debes centrar tus indagaciones. Tienes que cerciorarte de que De Mohrenschildt no está involucrado en el atentado contra el general Walker. Una vez conseguido eso, la ventana de incertidumbre se cierra. Y míralo por el lado bueno. Si Oswald te pilla espiándolo, es posible que sus acciones futuras cambien para bien. A la postre, tal vez no intente asesinar a Kennedy.
—¿En serio lo crees?
—No, la verdad es que no.
—Yo tampoco. El pasado es obstinado. No quiere ser cambiado.
—Socio, ahora empiezas… —dijo Al.
—A pillarlo —me oí susurrar—. Ahora empiezo a pillarlo.
Abrí los ojos. Me había quedado dormido, después de todo. La última luz de la tarde se filtraba a través de las cortinas corridas. En algún lugar a no mucha distancia, en Davenport Street de Fort Worth, los hermanos Oswald y sus esposas estarían sentándose a cenar: la primera comida de Lee tras su regreso al viejo terruño.
Desde el exterior de mi propio pedacito de Fort Worth me llegó el cántico de un juego de comba. Me sonaba muy familiar. Me levanté, atravesé la salita en penumbra (amueblada con nada más que dos butacas de segunda mano) y abrí una de las pesadas cortinas un par de centímetros. Instalarlas había sido mi primera tarea en la casa. Quería ver; no quería ser visto.
El 2703 aún se hallaba deshabitado, con un cartel de se alquila clavado en la barandilla del desvencijado porche, pero el césped no estaba desierto. Allí, dos niñas giraban una cuerda mientras una tercera la esquivaba moviendo ambos pies adentro y afuera. Por supuesto que no eran las mismas niñas que había visto en Kossuth Street de Derry —estas tres, vestidas con vaqueros remendados y desteñidos en vez de con pantaloncitos cortos nuevos y limpios, parecían raquíticas y desnutridas, pero cantaban la misma tonadilla, solo que ahora con acento tejano.
—¡Charlie Chaplin se fue a Francia! ¡Para ver a las damas que danzan! ¡Saluda al Capitán! ¡Saluda a la Reina! ¡Mi viejo un submarino go-bier-na!
La niña que saltaba se enredó con los pies y cayó trastabillando en los hierbajos que servían de césped en el 2703. Las otras dos se abalanzaron encima y las tres rodaron por el suelo. Después se pusieron de pie y se marcharon pitando.
Las observé mientras se alejaban, pensando: Las he visto pero ellas a mí no. Algo es algo. Es un comienzo. Pero Al, ¿dónde está la meta?
De Mohrenschildt guardaba la clave de toda la trama, lo único que me impedía matar a Oswald en cuanto se instalara al otro lado de la calle. George de Mohrenschildt, un geólogo especialista en petróleo que especulaba con arrendamientos petrolíferos. Un hombre que vivía el estilo de vida de un playboy, principalmente gracias a la fortuna de su mujer. Al igual que Marina, era un exiliado ruso, pero a diferencia de ella, procedía de una familia noble; de hecho, poseía el título de Barón de Mohrenschildt. El hombre que iba a convertirse en el único amigo de Lee Oswald durante los pocos meses de vida que le quedaban a Oswald. El hombre que iba a sugerirle que el mundo estaría mucho mejor sin cierto ex general racista de derechas. Si De Mohrenschildt resultaba formar parte del atentado contra la vida de Edwin Walker, mi situación se complicaría inmensamente; todas las descabelladas teorías de la conspiración entrarían en juego. Al, sin embargo, creía que todo cuanto el geólogo ruso había hecho (o haría; como ya he comentado, vivir en el pasado es confuso) era incitar a un hombre que ya estaba obsesionado con la fama y era mentalmente inestable.
Al había escrito en sus notas: «Si Oswald actúa por su cuenta la noche del 10 de abril de 1963, las probabilidades de que haya otro tirador involucrado en el asesinato de Kennedy siete meses después se reducen al uno por ciento o menos».
Debajo, en letras mayúsculas, formulaba el veredicto final: SUFICIENTE PARA LIQUIDAR AL HIJO DE PUTA.