7

Cuarenta eternos minutos más tarde, un hombre, una mujer y dos niños pequeños —chico y chica— pasaron por delante del restaurante. El niño iba agarrado de la mano de su padre y parloteaba. El padre bajaba la vista hacia él, asintiendo y sonriendo. El padre era Robert Oswald.

El altavoz tronó: «El vuelo 194 de Delta procedente de Newark y el aeropuerto municipal de Atlanta está efectuando su llegada. Los pasajeros podrán ser recibidos en Puerta 4. Vuelo 194 de Delta efectuando su llegada».

La esposa de Robert —Vada, de acuerdo con las notas de Al— cogió a la pequeña en brazos y apuró el paso. No había rastro de Marguerite.

Picoteé la ensalada, masticando sin saborear. El corazón me latía con fuerza.

Oí un rugido de motores aproximándose y vi el blanco morro de un DC-8 que se detenía. Los que esperaban se apiñaron alrededor de la puerta. Una camarera me dio una palmada en el hombro y casi pegué un grito.

—Disculpe, señor —dijo en un acento de Texas tan espeso que casi se podía cortar—. Quería preguntarle si le traigo alguna cosa más.

—No —respondí—. Así está bien.

—Ah, perfecto.

Los primeros pasajeros empezaron a cruzar a través de la terminal. Todos ellos eran hombres trajeados con prósperos cortes de pelo. Por supuesto. Los primeros pasajeros en bajar del avión siempre eran los de primera clase.

—¿Seguro que no quiere un trozo de tarta de melocotón? Está recién hecha.

—No, gracias.

—¿Está seguro, corazón?

Los pasajeros de clase turista irrumpieron en ese momento en oleadas. Había mujeres además de hombres, todos engalanados con equipaje de mano. Oí chillar a una mujer. ¿Era Vada saludando a su cuñado?

—Estoy seguro —dije, y cogí la revista.

Ella captó la indirecta. Me quedé removiendo los restos de la ensalada en una sopa anaranjada de aliño francés y observando. Ahí llegaban un hombre y una mujer con un bebé, pero este debía de tener ya edad para caminar; demasiado mayor para ser June. Los pasajeros pasaron por delante del restaurante, charlando con los amigos y familiares que habían ido a recogerlos. Vi a un muchacho con uniforme militar palmear el trasero de su novia. Ella rio, le dio un cachete en la mano y se puso de puntillas para besarle.

Durante cinco minutos la terminal estuvo llena. Después la gente empezó a dispersarse. No había señal de los Oswald. Me asaltó una descabellada certeza: no estaban en el avión. Yo no solo había viajado hacia atrás en el tiempo, había saltado a alguna especie de universo paralelo. Quizá Míster Tarjeta Amarilla debía impedir que algo así sucediera, pero Míster Tarjeta Amarilla estaba muerto y eso me liberaba. ¿No hay Oswald? Perfecto, no hay misión. Kennedy iba a morir en alguna otra versión de América, pero no en ésta. Podría dar alcance a Sadie y vivir felices y comer perdices.

La idea no había hecho más que cruzarme la mente cuando vi a mi objetivo por primera vez. Robert y Lee caminaban uno al lado del otro, hablando animadamente. Lee balanceaba lo que era un maletín de grandes dimensiones o una cartera mochila pequeña. Robert asía una maleta rosa con esquinas redondeadas que parecía un objeto sacado del armario de Barbie. Vada y Marina iban detrás. Vada había cogido uno de los dos bolsos con mosaicos de tela. Marina llevaba el otro colgado del hombro. También cargaba en brazos con June, que ahora tenía cuatro meses, y se esforzaba en mantener el ritmo. Los hijos de Robert y Vada la flanqueaban, mirándola con abierta curiosidad.

Vada llamó a los hombres y estos se detuvieron casi delante del restaurante. Robert sonrió y cogió el bolso de Marina. Lee mostraba un semblante… ¿divertido? ¿De complicidad? Quizá ambas cosas. La insinuación diminutísima de una sonrisa le creaba unos hoyuelos en las comisuras de la boca. El anodino cabello oscuro estaba pulcramente peinado. De hecho, con su camisa blanca planchada, sus pantalones caquis y sus zapatos abrillantados, simbolizaba al perfecto marine. No parecía un hombre que acababa de completar un viaje alrededor de medio mundo; no se detectaba ni una arruga en él ni sombra de barba en sus mejillas. Tenía veintidós años, pero aparentaba la edad de uno de los adolescentes de mi última clase de literatura americana.

Lo mismo podía decirse de Marina, aunque ella no tendría edad suficiente para comprar legalmente una bebida alcohólica hasta al cabo de un mes. Daba la impresión de estar agotada y perpleja, pero lo admiraba todo. Además, era hermosa, con nubes de cabello oscuro y ojos azules vueltos hacia arriba y en cierta manera atribulados.

Los bracitos y las piernecitas de June estaban envueltos en pañales de tela. Incluso llevaba algo enrollado alrededor del cuello, y aunque no lloraba, tenía el rostro rojo y sudoroso. Lee cogió al bebé. Marina sonrió con gratitud, y cuando sus labios se separaron, vi que le faltaba un diente. El resto eran amarillentos, uno de ellos casi negro. El contraste con su piel cremosa y sus preciosos ojos era discordante.

Oswald se inclinó hacia ella y dijo algo que le borró la sonrisa del rostro. Ella alzó la vista con recelo. Su marido añadió algo más, clavándole un dedo en el hombro mientras hablaba. Recordé la historia de Al y me pregunté si Oswald le estaría diciendo ahora a su esposa lo mismo: pokhoda, cyka; camina, perra.

Pero no. Eran los pañales la causa de su alteración. Los arrancó —primero de los brazos, después de las piernas— y se los tiró a Marina, que los atrapó con torpeza. Luego miró en derredor para comprobar que nadie los observaba.

Vada se acercó y le tocó el brazo a Lee. Éste hizo caso omiso, se limitó a desenrollar la bufanda de algodón improvisada del cuello de June y también se la tiró a Marina. Cayó al suelo de la terminal. Ella se agachó y la recogió sin hablar.

Robert se unió a ellos y propinó un puñetazo amistoso en el hombro a su hermano. La terminal se hallaba ahora casi completamente despejada —el último de los pasajeros en abandonar el avión había adelantado a la familia Oswald— y pude oír sus palabras con claridad.

—Dale un respiro, acaba de llegar. Ni siquiera sabe todavía dónde está.

—Mira a la cría —indicó Lee, y elevó a June para que la viera bien, con lo que, finalmente, el bebé se puso a llorar—. La lleva envuelta como a una maldita momia de Egipto porque así es como lo hacen allá. No sé si reírme o llorar. Staryj baba! Vieja. —Se volvió hacia Marina con el bebé berreante en brazos. Ella lo miró con miedo—. Staryj baba!

Ella trató de sonreír del modo en que sonríe la gente que sabe que es el blanco de la broma aunque ignore el porqué. Pensé fugazmente en Lennie, en De ratones y hombres. Entonces, una amplia sonrisa, chulesca y ligeramente de soslayo, iluminó el rostro de Oswald. Casi le hizo parecer atractivo. Besó a su esposa con dulzura, primero en una mejilla y luego en la otra.

—¡Estados Unidos! —exclamó, y volvió a besarla—. ¡Estados Unidos, Rina! ¡La tierra de los libres y el hogar de los mierdas!

La sonrisa de Marina se tornó radiante. Lee empezó a dirigirse a ella en ruso, devolviéndole el bebé mientras hablaba. La rodeó con un brazo por la cintura a la vez que procuraba serenar a June. Cuando salían de mi campo de visión, ella se cambió el bebé al hombro para poder tomar de la mano a su marido. Aún sonreía.