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El 14 de junio, jueves, me puse unos vaqueros, una camisa de trabajo azul y un viejo chaleco de cuero que había adquirido en una tienda de segunda mano en la carretera de Camp Bowie. Después pasé la mañana dando vueltas por la casa, como si me fuera a algún sitio. No tenía televisión, pero escuchaba la radio. Según las noticias, el presidente Kennedy planeaba una visita de estado a México a finales de mes. El informe meteorológico anunciaba cielos limpios y temperaturas cálidas. El DJ parloteó un rato y después pinchó «Palisades Park». Los gritos y efectos sonoros del disco simulando una montaña rusa me desgarraron la cabeza.

Al final no pude aguantar más. Iba a llegar temprano, pero no me importaba. Monté en el Sunliner —que ahora ostentaba dos neumáticos recauchutados de banda negra para acompañar a los de banda blanca delanteros— y conduje los sesenta y pico kilómetros hasta el aeropuerto Love Field, al noroeste de Dallas. No había aparcamiento de corta ni de larga estancia, simplemente aparcamiento. Costaba setenta y cinco centavos al día. Me encasqueté mi viejo sombrero de paja veraniego en la cabeza y recorrí a pie aproximadamente un kilómetro hasta el edificio de la terminal. Un par de policías de Dallas bebían café en la acera, pero en el interior no había guardias de seguridad ni detectores de metal que franquear. Los pasajeros sencillamente enseñaban las tarjetas de embarque a un tipo de pie junto a la puerta y luego cruzaban la abrasadora pista hasta los aviones pertenecientes a cinco aerolíneas: American, Delta, TWA, Frontier y Texas Airways.

Inspeccioné la pizarra instalada en la pared detrás del mostrador de Delta. Ponía que el Vuelo 194 llegaba a la hora prevista. Cuando pregunté a la azafata para cerciorarme, sonrió y me informó de que acababa de despegar de Atlanta.

—Pero viene usted tempranísimo.

—No puedo evitarlo —dije—. Probablemente llegaré temprano a mi propio funeral.

Rio y me deseó un buen día. Compré un ejemplar de la revista Time y caminé hasta el restaurante, donde pedí la Ensalada del Chef Séptimo Cielo. Era enorme y yo estaba demasiado nervioso para tener hambre —conocer a la persona que cambiará la historia del mundo no es algo que pase todos los días—, pero me proporcionaba algo para picar mientras esperaba el aterrizaje del avión que transportaba a la familia Oswald.

Me senté en un reservado con una buena vista de la terminal principal. No se hallaba muy concurrida, y una mujer joven con un traje chaqueta azul oscuro captó mi atención. Tenía el cabello enroscado en un cuidado moño. Llevaba una maleta en cada mano. Un maletero negro se le acercó. Ella rehusó con un movimiento de cabeza, sonriendo, y luego se golpeó el brazo al pasar junto a la esquina de la caseta de Asistencia al Viajero. Dejó caer una de las maletas, se frotó el codo, recogió el equipaje, y prosiguió su avance con pasos largos.

Sadie rumbo a su residencia de seis semanas en Reno.

¿Me sorprendió? En absoluto. Se trataba nuevamente de aquella cuestión de la convergencia. Ya estaba acostumbrado. ¿Me anegó el impulso de salir corriendo del restaurante para alcanzarla antes de que fuera demasiado tarde? Por supuesto.

Por un momento se me antojó más que posible, se me antojó necesario. Le diría que el destino (en lugar de algún extraño armónico de una onda temporal) nos había traído al aeropuerto. Ese argumento funcionaba en las películas, ¿verdad? Le pediría que esperara mientras sacaba un pasaje a Reno y le diría que se lo explicaría todo una vez estuviéramos allí. Y cuando transcurrieran las seis semanas obligatorias, podríamos invitar a un trago al juez que nos casaría después de que le hubiera concedido el divorcio.

Empecé realmente a levantarme cuando mis ojos se posaron por casualidad en la revista Time que había comprado en el quiosco. Jacqueline Kennedy aparecía en portada, sonriente, radiante, luciendo un vestido sin mangas con cuello en uve. LOS VESTIDOS DE LA PRIMERA DAMA PARA EL VERANO, rezaba la leyenda. Mientras contemplaba la fotografía, el color se escurrió hacia el blanco y negro y su semblante mudó de una alegre sonrisa a una mirada ausente. Ahora estaba al lado de Lyndon Johnson en el Air Force One. Ya no llevaba el bonito (y ligeramente sexy) vestido veraniego; un traje chaqueta de lana salpicado de sangre había ocupado su lugar. Recordaba haber leído —no en las notas de Al, sino en algún otro sitio— que no mucho después de dictaminarse la muerte de su marido, Lady Bird Johnson se había acercado a abrazar a la señora Kennedy y había visto un pegote del cerebro del difunto presidente en ese traje.

Un presidente con un disparo en la cabeza. Y todos los muertos que vendrían después, formando tras él una fantasmal fila que se extendía hasta el infinito.

Me volví a sentar y observé a Sadie acarrear sus maletas hacia el mostrador de Frontier Airlines. Se notaba claramente que los bultos eran pesados, pero ella los transportaba con brío, la espalda recta, los zapatos bajos taconeando enérgicamente. El empleado facturó las maletas y las colocó en un carrito para equipajes; luego, ella le entregó el billete que había comprado dos meses antes a través de una agencia de viajes y el empleado garabateó algo. Se lo devolvió y ella se dirigió hacia la puerta de embarque. Agaché la cabeza para cerciorarme de que no me vería. Cuando volví a alzar la vista, ya no estaba.