Vivir en Mercedes Street no era una experiencia edificante.
Los días no eran tan malos. Resonaban con los gritos de los niños recién liberados del colegio, todos vestidos con prendas demasiado grandes, heredadas de hermanos mayores; amas de casa quejándose en los buzones o en los tendederos de los patios; adolescentes conduciendo herrumbrosas tartanas con silenciadores rellenos de fibra de vidrio y radios a todo volumen sintonizadas en la K-Life. Las horas entre las dos y las seis de la madrugada tampoco eran malas. Descendía entonces sobre la calle una especie de anonadado silencio cuando los bebés con cólico finalmente se dormían en sus cunas (o cajones de cómodas) y sus padres roncaban hacia otra jornada de salario por horas en los talleres, fábricas o granjas periféricas.
Entre las cuatro y las seis de la tarde, sin embargo, la calle se convertía en un constante repiqueteo de madres gritando a los críos que entraran cagando leches a hacer sus tareas y padres llegando a casa para gritar a sus mujeres, probablemente porque no tenían a nadie más a quien gritar. Muchas de las mujeres pagaban con la misma moneda. Los padres bebedores empezaban a aparecer hacia las ocho, y las cosas se tornaban realmente feas hacia las once, bien porque los bares cerraban, bien porque se acababa el dinero. Entonces oía portazos, ruido de cristales rotos y gritos de dolor cuando algún padre borracho ponía a tono a la mujer, al crío o a ambos. Luces estroboscópicas rojas se filtraban a menudo a través de las cortinas corridas cuando llegaba la policía. Un par de veces hubo disparos, quizá al aire, quizá no. Y una mañana a primera hora, cuando salí a coger el periódico, vi a una mujer con una costra de sangre seca en la mitad inferior de su rostro. Se encontraba sentada en el bordillo cuatro casas más abajo de la mía, bebiendo una lata de Lone Star. Estuve a punto de acercarme a comprobar si estaba bien, aun cuando sabía lo imprudente que sería involucrarme en la vida de aquel vecindario de clase obrera baja. Entonces ella se dio cuenta de que la miraba y levantó el dedo medio. Volví adentro.
No había Comités de Bienvenida ni mujeres llamadas Muffy o Buffy miembros de la Júnior League. En cambio, Mercedes Street proporcionaba tiempo abundante para pensar. Tiempo para añorar a mis amigos de Jodie. Tiempo para añorar el trabajo que había mantenido mi mente alejada de la misión que me había llevado hasta allí. Tiempo para comprender que la enseñanza había logrado mucho más que distraerme; había satisfecho mi mente como lo hace el trabajo cuando te importa, cuando percibes que existe una posibilidad real de marcar la diferencia.
Había incluso tiempo para sentir lástima por mi otrora fantástico descapotable. Además de la radio inoperativa y las válvulas jadeantes, ahora balaba roncamente y petardeaba por el tubo de escape; una grieta surcaba el parabrisas, causada por una piedra que había salido rebotada de la parte de atrás de un pesado camión de asfaltado. Ya no me preocupaba de lavarlo, y ahora —tristemente— encajaba a la perfección con el resto de los vehículos escacharrados de Mercedes Street.
Sobre todo, había tiempo para pensar en Sadie.
«Le estás rompiendo el corazón a esa muchacha», había dicho Ellie Dockerty, pero el mío tampoco había salido bien parado. La idea de revelárselo todo a Sadie me asaltó una noche mientras yacía despierto escuchando una discusión de borrachos en la casa de al lado: fuiste tú, yo no fui, fuiste tú, yo no fui, que te follen. Rechacé la idea, pero regresó rejuvenecida a la mañana siguiente. Me imaginé a mí mismo sentado con ella en la mesa de su cocina, bebiendo café, bajo la fuerte luz del sol vespertino que entraba en diagonal por la ventana sobre el fregadero. Hablando tranquilamente. Contándole que mi verdadero nombre era Jacob Epping, que en verdad no nacería hasta al cabo de cuarenta años, que había llegado procedente del año 2011 a través de una fisura en el tiempo que mi difunto amigo Al Templeton denominaba madriguera de conejo.
¿Cómo la convencería de una historia semejante? ¿Contándole que cierto desertor estadounidense que había cambiado de opinión respecto a Rusia iba a instalarse dentro de poco al otro lado de la calle donde vivía yo ahora, junto con su esposa rusa y su bebé? ¿Contándole que ese otoño los Tejanos de Dallas —aún no los Cowboys, aún no el Equipo de América— iban a derrotar a los Petroleros de Houston por 20 a 17 después de una doble prórroga? Ridículo. Pero ¿qué otra cosa conocía acerca del futuro inmediato? No mucho, porque no había tenido tiempo para estudiar. Conocía una cantidad considerable de información sobre Oswald, pero eso era todo.
Ella me tomaría por un chiflado. Podría recitarle letras de otra docena de canciones que aún no se habían grabado, y me seguiría tomando por un chiflado. Me acusaría de inventármelas, ¿no era escritor, al fin y al cabo? Y suponiendo que me creyera, ¿estaba dispuesto a arrastrarla conmigo a la boca del lobo? ¿No era ya bastante malo que ella regresara a Jodie en agosto y que John Clayton pudiera estar buscándola si resultaba ser un eco de Frank Dunning?
—¡Vale, lárgate entonces! —gritó una mujer en la calle, y un coche se alejó acelerando en dirección a Winscott Road. Una cuña de luz escrutó brevemente a través de la rendija entre las cortinas y surcó el techo como un relámpago.
—¡SOPLAPOLLAS! —vociferó la mujer.
Una voz masculina, a cierta distancia, replicó:
—Chúpemela, señora, a ver si con eso se calma.
Eso era la vida en Mercedes Street en el verano de 1962.
Déjala al margen. Hablaba la voz de la razón. La cuestión de si serías o no capaz de convencerla no viene al caso. Sencillamente, es demasiado peligroso. Quizá en un futuro ella pueda volver a formar parte de tu vida —una vida en Jodie, incluso— pero ahora no.
Salvo que para mí nunca existiría una vida en Jodie. Considerando lo que Ellen sabía de mi pasado, enseñar en el instituto era el sueño de un loco. ¿Y qué otra cosa iba a hacer? ¿Verter cemento?
Una mañana preparé la cafetera y salí a recoger el periódico. Cuando abrí la puerta, vi que los dos neumáticos de atrás del Sunliner estaban desinflados. Algún mocoso aburrido los había rajado con un cuchillo. Eso también era la vida en Mercedes Street en el verano de 1962.