Los dos únicos vehículos que quedaban en el extremo del aparcamiento reservado al profesorado eran el sedán Plymouth de Danny Laverty y mi Ford, cuya capota ahora se veía bastante ajada. Me identificaba con ella; yo mismo me sentía un poquito ajado.
—¡Señor A.! ¡Espere, señor A.!
Mike y Bobbi Jill corrían por el aparcamiento hacia mí. Mike llevaba un pequeño regalo envuelto, que me tendió.
—Yo y Bobbi le hemos comprado algo.
—Bobbi y yo. Y no teníais por qué hacerlo, Mike.
—Sí teníamos, hombre.
Me sentí conmovido al ver que Bobbi Jill estaba llorando, y complacido por ver que la espesa capa de Max Factor había desaparecido de su rostro. Ahora que sabía que los días de la cicatriz que la desfiguraba estaban contados, habían cesado sus intentos por ocultarla. Me dio un beso en la mejilla.
—Muchas, muchas, muchísimas gracias, señor Amberson. Nunca le olvidaré. —Miró a Mike—. Nunca le olvidaremos.
Y probablemente no lo hicieran. Eso era algo bueno. No compensaba la biblioteca cerrada y oscura, pero sí, era algo muy bueno.
—Ábralo —instó Mike—. Esperamos que le guste. Es para su libro.
Abrí el paquete. Dentro había una caja de madera de unos veinte centímetros de largo y cinco de ancho. Dentro de la caja, acunada en seda, había una pluma estilográfica Waterman con las iniciales GA grabadas en la horquilla.
—Oh, Mike —dije—. Esto es demasiado.
—No sería suficiente ni aunque fuera de oro macizo —replicó él—. Usted ha cambiado mi vida. —Miró a Bobbi Jill—. Las vidas de los dos.
—Mike, fue un placer —manifesté.
Me abrazó, y eso en 1962 no es un gesto banal entre hombres. Le devolví el abrazo gustosamente.
—Siga en contacto —dijo Bobbi Jill—. Dallas no es lejos. —Hizo una pausa—. Está.
—Lo haré —convine, pero no lo haría, y ellos probablemente tampoco. Emprenderían el camino hacia sus propias vidas y, si la suerte les sonreía, estas serían resplandecientes.
Empezaron a alejarse, pero entonces Bobbi se volvió.
—Es una lástima que ustedes dos rompieran. Me da mucha pena.
—A mí también —admití—, pero probablemente sea para mejor.
Me dirigí a casa a empaquetar mi máquina de escribir y el resto de mis pertenencias, que calculaba que aún eran lo suficientemente escasas para caber en una maleta y unas pocas cajas de cartón. En el único semáforo de Main Street, abrí el estuche y contemplé la pluma. Era un objeto bello, un regalo que me emocionó inmensamente, pero me emocionaba aún más que me hubieran esperado para despedirse. El semáforo se puso en verde. Cerré el estuche y reanudé la marcha. Tenía un nudo en la garganta, pero mis ojos permanecieron secos.