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Era el último día de clases. Las aulas y los pasillos se hallaban vacíos. Los ventiladores del techo ya removían aire caliente, aunque solo estábamos a 8 de junio. La familia Oswald había salido de Rusia; según las notas de Al, el SS Maasdam atracaría al cabo de cinco días en Hoboken. Allí desembarcarían; atravesarían la plancha y pisarían suelo estadounidense.

La sala de profesores se hallaba vacía, a excepción de por Danny Laverty.

—Eh, campeón. Tengo entendido que te vas a Dallas para terminar ese libro tuyo.

—Ése es el plan. —Fort Worth conformaba el verdadero plan, al menos en su inicio. Empecé a vaciar mi casilla, que estaba atestada de comunicados de fin de curso.

—Si yo fuera libre como el viento y no estuviera atado a una mujer, tres renacuajos y una hipoteca, puede que también intentara escribir un libro —dijo Danny—. Estuve en la guerra, ¿sabes?

Lo sabía. Todo el mundo lo sabía, normalmente a los diez minutos de conocerle.

—¿Tienes suficiente para vivir?

—Me las arreglaré.

Gracias a nueve meses de sueldo regular, contaba con casi doce mil dólares en el banco. Más que suficiente para llegar hasta el próximo abril, cuando esperaba concluir mis asuntos con Lee Oswald. No necesitaría hacer más expediciones a la Financiera Faith de Greenville Avenue. Ir allí una sola vez había sido increíblemente estúpido. Si quería, podría tratar de convencerme a mí mismo de que lo acontecido con mi casa de Florida solo había sido consecuencia de una travesura que se me fue de las manos, pero también había tratado de convencerme de que Sadie y yo estábamos bien, y mirad cómo había resultado eso.

Tiré el fajo de documentos administrativos de mi casilla a la basura… y vi un pequeño sobre sellado que de algún modo había pasado por alto. Sabía quién utilizaba sobres de ese tipo. Contenía una hoja de papel de carta sin saludo ni firma, a excepción de la tenue (tal vez incluso ilusoria) fragancia de su perfume. El mensaje era breve:

Gracias por enseñarme lo buenas que pueden ser las cosas. Por favor, no digas adiós.

La sostuve en la mano durante un minuto, reflexionando, y después la guardé en el bolsillo de atrás del pantalón y eché a andar rápidamente hacia la biblioteca. No sé qué planeaba hacer ni qué pretendía decirle, pero nada de eso importó, pues la biblioteca se encontraba a oscuras y las sillas colocadas encima de las mesas. Probé el pomo, no obstante, pero la puerta estaba cerrada con llave.