Mercedes Street. Finales de mayo.
—¿Qué eres, soldador?
Me encontraba en el porche del 2706 con el propietario, un perfecto americano de nombre Jay Baker. Era un hombre bajo y fornido, con una barriga enorme a la que llamaba «el hogar que la cerveza construyó». Acabábamos de finalizar una rápida visita de la vivienda que, según me explicó Baker, se hallaba en un sitio «privilegiado por la cercanía a la parada del autobús», como si eso compensara los techos combados, las manchas de humedad de las paredes, la cisterna rajada y la atmósfera de decrepitud general.
—Vigilante nocturno —le informé.
—¿Sí? Ése es un buen trabajo. Puedes pasarte un montón de tiempo tocándote los huevos.
Tal apreciación no parecía requerir respuesta.
—¿No tienes mujer o críos?
—Estoy divorciado. Ellos volvieron al este.
—Y pagarás la dichosa pensión, ¿no?
Me encogí de hombros y él lo dejó estar.
—Así que te interesa la casa, Amberson.
—Supongo que sí —dije, y lancé un suspiro.
Sacó del bolsillo trasero un cuaderno con tapas de cuero flexibles donde anotaba los pagos.
—El primer mes y el último por adelantado, más otro de fianza.
—¿Fianza? Debe de estar bromeando.
Baker prosiguió como si no me hubiera oído.
—El alquiler se paga el último viernes de cada mes. Si te quedas corto o te retrasas, te vas a la calle, por cortesía del Departamento de Policía de Fort Worth. Ellos y yo nos llevamos realmente bien.
Echó mano al bolsillo de la camisa, cogió la colilla carbonizada de un puro, se metió el extremo masticado en la bocaza, e hizo saltar la llama de una cerilla de madera con la uña del pulgar.
Hacía calor en el porche; tenía la impresión de que iba a ser un largo y caluroso verano. Volví a suspirar. Después, con reticencia manifiesta, saqué mi cartera y empecé a eliminar billetes de veinte.
—En Dios confiamos —dije—. Todos los demás pagamos al contado.
Soltó una carcajada, expeliendo al mismo tiempo nubes de acre humo azulado.
—Ésa es buena, la recordaré. Sobre todo el último viernes del mes.
No me podía creer que fuera a mudarme a esa deplorable chabola y a esa deplorable calle después de haber vivido en mi bonita casa al sur de allí, donde me enorgullecía de mantener un verdadero césped bien segado. A pesar de que aún no me había marchado de Jodie, ya sentí una punzada de nostalgia.
—Déme un recibo, por favor —pedí.
Eso al menos lo conseguí gratis.