—¿George? ¿Puedes venir al salón? Quiero hablar contigo.
—¿No sería mejor que metieras la carne picada y las chuletas de cerdo en la nevera? Y me parece que el helado de…
—¡Pues que se derrita! —gritó, y eso me sacó de mi ensimismamiento a toda prisa.
Me volví hacia ella, pero ya se encontraba en el salón. Cogió los cigarrillos de la mesa junto al sofá y encendió uno. Debido a mis suaves insistencias, había intentado dejarlo (al menos estando yo presente), y ese gesto de algún modo se me antojó más ominoso que el hecho de que hubiera alzado la voz. Entré en el salón.
—¿Qué pasa, cariño? ¿Algo va mal?
—Todo. ¿Qué canción era ésa?
Su rostro se mostraba pálido y rígido. Sostenía el cigarrillo delante de la boca a modo de escudo. Me di cuenta de que había cometido un desliz, pero ignoraba cuándo o dónde, y eso me asustaba.
—No sé a qué…
—La canción que cantabas en el coche al venir. La que berreabas a pleno pulmón.
No me acordaba. Imposible. Únicamente recordaba el pensamiento de que, para no dar la nota en Mercedes Street, tendría que vestirme siempre como un trabajador que estaba atravesando una ligera mala racha. Seguro que me había puesto a cantar, pero lo hacía a menudo cuando estaba pensando en otras cosas; ¿no lo hacemos todos?
—Supongo que sería algo que escuché en la K-Life y se me metió en la cabeza. Ya sabes lo que pasa con las canciones. No entiendo qué te ha alterado tanto.
—Algo que escuchaste en la K-Life. ¿Con esta letra: «Conocí a una reina en Memphis empapada en ginebra, quiso subirme a su cuarto y montar una juerga»?
No fue solo que se me hundiera el corazón; tuve la sensación de que todo mi organismo zozobraba por debajo del cuello. «Honky Tonk Women». Eso había estado cantando. Un tema que no se grabaría hasta al cabo de siete u ocho años, de un grupo que ni siquiera conseguiría un éxito en América hasta pasados otros tres. Mi mente se hallaba en otras cosas, pero aun así, ¿cómo había podido ser tan idiota?
—¿«Me sopló la nariz y me dejó la mente flipando»? ¿Escuchaste eso en la radio? ¡La Comisión Federal de Comunicaciones clausuraría una emisora que pinchara algo así!
En ese instante empecé a enfadarme. Sobre todo conmigo mismo… pero no exclusivamente. Yo estaba caminando por la cuerda floja y ella me gritaba por un tema de los Rolling Stones.
—Tranquilízate, Sadie. Es solo una canción. Ni siquiera sé dónde la oí.
—Eso es mentira y ambos lo sabemos.
—Estás flipando. Creo que será mejor que coja mi compra y me vaya a casa. —Intentaba mantener la voz calmada. El tono me resultaba familiar. Era el modo en que siempre intentaba hablar con Christy cuando llegaba a casa con una curda. La falda torcida, la blusa medio fuera, el pelo alborotado. Sin olvidar el lápiz de labios corrido… ¿a causa del borde de un vaso o por los labios de algún moscón de bar?
Solo rememorarlo me encrespó.
Otro error, pensé. Ignoraba si referido a Sadie, a Christy o a mí, pero en ese momento no me importaba. Jamás nos ponemos tan furiosos como cuando nos pillan, ¿verdad?
—Creo que será mejor que me cuentes dónde oíste esa canción si quieres volver aquí otra vez. Y dónde oíste lo que le respondiste al chico de la caja cuando te dijo que metería el pollo en dos bolsas para que no goteara.
—No tengo la menor idea de qué…
—«Cojonudo, tronco», eso fue lo que dijiste. Creo que será mejor que me cuentes dónde oíste eso. Y «liarda parda». Y «boogie shoes». Y «menea el pandero». Y «estás flipando», quiero saber dónde oíste esa jerga. Por qué nadie más que tú la utiliza. Quiero saber por qué te asustaste tanto con ese estúpido cántico de Jimla del que hablabas en sueños. Quiero saber dónde está Derry y por qué es como Dallas. Quiero saber cuándo estuviste casado, y con quién, y durante cuánto tiempo. Quiero saber dónde estuviste antes de ir a Florida, porque Ellie Dockerty dice que no lo sabe, que algunas de tus referencias son falsas. «Parecen muy imaginativas», así lo expresó.
Ellen no lo había averiguado por Deke, de eso estaba seguro… pero lo había averiguado. No me sorprendió demasiado, en realidad, pero me enfureció que se lo hubiera chismorreado a Sadie.
—¡No tenía ningún derecho a contarte eso!
Aplastó su cigarrillo y agitó la mano cuando se quemó con una pizca de ceniza al rojo.
—A veces te comportas como si vinieras…, no sé…, ¡de otro universo! ¡Uno donde las canciones hablan de tirarse a mujeres de M-Memphis! Intenté convencerme de que no importa, que el a-a-amor todo lo vence, pero no es verdad. No vence a las mentiras. —Le tembló la voz, pero no lloró. Sus ojos continuaron clavados en los míos. Si en ellos solo hubiera habido enfado, habría sido un poquito más fácil. Sin embargo, también había súplica.
—Sadie, si pudieras…
—No. Ya no puedo más. Así que no empieces con la cantinela de que no estás haciendo nada vergonzoso ni para ti ni para mí. Eso debería decidirlo yo misma. Todo se reduce a que o se va la escoba, o te vas tú.
—Si lo supieras, no querrías…
—¡Pues cuéntamelo!
—¡No puedo! —La furia estalló como un globo pinchado y dejó un embotamiento emocional detrás. Aparté los ojos de su rostro tenso y por casualidad se posaron en el escritorio. Lo que vi allí me cortó la respiración.
Era un pequeño montón de solicitudes de empleo para su estancia en Reno de ese mismo verano. La de arriba iba destinada al Hotel & Casino Harrah. En la primera línea había escrito su nombre con esmeradas letras de imprenta. Su nombre completo, incluyendo el segundo, que nunca se me había ocurrido preguntarle.
Bajé las manos, muy despacio, y coloqué los pulgares sobre el primer nombre y la segunda sílaba de su apellido. Lo que quedó fue DORIS DUN.
Me acordé del día en que hablé con la esposa de Frank Dunning fingiendo ser un especulador inmobiliario interesado en el Centro Recreativo West Side. Ella era veinte años mayor que Sadie Doris Clayton, de soltera Dunhill, pero ambas mujeres compartían ojos azules, una tez exquisita y una perfecta figura de pechos generosos. Ambas mujeres fumaban. Todo ello podrían haber sido similitudes fortuitas, pero no lo eran. Y yo lo sabía.
—¿Qué estás haciendo? —El tono acusatorio indicaba que la verdadera pregunta era «¿Por qué sigues eludiendo el tema?», pero yo ya no estaba enfadado. Ni siquiera un poco.
—¿Estás segura de que él no sabe dónde estás? —pregunté.
—¿Quién? ¿Johnny? ¿Te refieres a Johnny? ¿Por qué…? —Fue en ese momento cuando decidió que era inútil. Se lo vi en la cara—. George, tienes que irte.
—Pero podría averiguarlo —indiqué—. Porque tus padres lo saben, y ellos piensan que es la mar de bueno, tú misma lo dijiste.
Di un paso hacia ella; ella dio un paso hacia atrás. Como cuando te apartas de una persona que ha demostrado tener perturbadas las facultades mentales. Vi en sus ojos el miedo y la falta de comprensión, pero aun así no pude detenerme. Recordad que yo mismo me encontraba aterrado.
—Aunque les pidieras que no se lo dijeran, él podría sonsacárselo. Porque es encantador. ¿Verdad, Sadie? Cuando no se está lavando compulsivamente las manos, o colocando los libros por orden alfabético, o hablando sobre lo repugnante que es tener una erección, él es muy, muy encantador. Sin duda, te cautivó a ti.
—Por favor, George, márchate. —Le temblaba la voz.
Di otro paso hacia ella, sin embargo. Sadie lo compensó con otro paso hacia atrás, chocó con la pared… y se encogió. Verla así fue como cruzarle la cara de una bofetada a un histérico o echarle un vaso de agua fría en la cara a un sonámbulo. Retrocedí hasta el arco entre la salita y la cocina, con las manos levantadas a ambos lados de la cabeza, como un hombre presentando su rendición. Precisamente lo que estaba haciendo.
—Me voy, pero Sadie…
—No entiendo cómo has podido hacerlo —dijo ella. Las lágrimas habían llegado; rodaban lentamente por sus mejillas—. Ni por qué te niegas a deshacerlo. Teníamos algo maravilloso.
—Aún lo tenemos.
Sacudió la cabeza, despacio pero con firmeza.
Crucé la cocina como si flotara en lugar de andar, saqué la tarrina de helado de vainilla de una de las bolsas que descansaban en la encimera, y la metí en el congelador de su Coldspot. Una parte de mí pensaba que se trataba solo de un mal sueño del que pronto despertaría. La mayor parte de mí sabía más.
Sadie permaneció en el arco, observándome. Tenía un cigarrillo nuevo en una mano y las solicitudes de empleo en la otra. Ahora que lo veía, el parecido con Doris Dunning era sobrecogedor. Lo cual planteaba la cuestión de por qué no lo había visto antes. ¿Porque había estado preocupado por otros asuntos? ¿O era porque aún no había captado plenamente la inmensidad de las cosas en las que estaba enredado?
Al salir, me detuve en los escalones de la entrada y la miré a través de la malla de la mosquitera.
—Ten cuidado con él, Sadie.
—Johnny está confundido acerca de muchas cosas, pero no es peligroso —dijo—. Y mis padres nunca le dirían dónde estoy. Me lo prometieron.
—La gente puede romper promesas y la gente puede quebrarse. Especialmente aquellos que han estado sometidos a mucha presión y son mentalmente inestables.
—Debes irte, George.
—Prométeme que tendrás cuidado con él y lo haré.
—¡Lo prometo, lo prometo, lo prometo! —gritó. El modo en que el cigarrillo temblaba entre sus dedos era horrible; la combinación de temor, pérdida, pena y enfado en sus ojos rojos resultaba mucho peor. Pude sentirlos siguiéndome todo el camino de vuelta hasta el coche.
Condenados Rolling Stones.