Era sábado, día de compras. Sadie y yo habíamos tomado por costumbre hacerlas juntos en el Weingarten’s de la Autopista 77. Acompañados por la música de Mantovani de fondo, empujábamos nuestros carritos amigablemente codo con codo, examinando la fruta y buscando las mejores ofertas de la sección de cárnicos. Se podía conseguir casi cualquier corte que uno deseara, mientras fuera de ternera o pollo. Para mí no suponía ningún inconveniente; incluso al cabo de casi tres años, aún me impresionaban aquellos precios de ganga.
Otro asunto ocupaba mi mente aquel día: la familia Hazzard, que vivía en el 2706 de Mercedes Street, una chabola estrecha situada enfrente y un poco a la izquierda de la decadente vivienda que Lee Oswald pronto llamaría hogar. El Jodie Jamboree me había mantenido muy atareado, pero aquella primavera me las apañé para regresar tres veces a Mercedes Street. Aparcaba mi Ford en un solar del centro de Fort Worth y tomaba el autobús de Winscott Road, que paraba a menos de ochocientos metros de distancia. En esos viajes me vestía con vaqueros, botas gastadas y una desteñida cazadora vaquera que había adquirido en un mercadillo. Mi historia, por si alguien preguntaba: buscaba un alquiler barato porque acababa de conseguir un empleo de vigilante nocturno en la Texas Sheet Metal, en el distrito occidental de Fort Worth. Eso me convertía en un individuo de confianza (mientras nadie lo verificara) y me proporcionaba una razón por la cual la casa estaría tranquila, con las persianas echadas, durante las horas diurnas.
En mis idas y venidas por Mercedes Street hasta el almacén de Monkey Ward (siempre con un periódico doblado abierto por la sección de clasificados), atisbaba al señor Hazzard, una mole en torno a los treinta y cinco años, a los dos niños con los que Rosette no quería jugar, y a una anciana con parálisis facial que arrastraba un pie al andar. En una ocasión, al pasar lenta y perezosamente por el surco que servía de acera, Mamá Hazzard me observó con recelo desde el buzón, pero no habló.
En mi tercer reconocimiento, vi un viejo remolque herrumbroso enganchado a la camioneta de Hazzard. El hombre y los niños lo estaban cargando con cajas mientras la anciana esperaba cerca en los recién reverdecidos hierbajos, apoyada en un bastón y luciendo un rictus apopléjico que podría haber enmascarado cualquier emoción. Yo apostaba por completa indiferencia. A mí, en cambio, me embargó un sentimiento de felicidad. Los Hazzard se mudaban. En cuanto lo hicieran, un currante de nombre George Amberson iba a alquilar el 2706. Lo importante era cerciorarse de ser el primero de la lista.
Mientras atendíamos nuestras tareas de aprovisionamiento del sábado, intentaba dilucidar si existía algún método infalible para conseguirlo. A cierto nivel, respondía a Sadie, hacía los comentarios apropiados, bromeaba si se entretenía demasiado en la sección de lácteos, empujaba el carrito cargado de comestibles por el aparcamiento, metía las bolsas en el maletero del Ford. Sin embargo, hacía todo esto en piloto automático, con la mayor parte de mi mente preocupada por la logística en Fort Worth, y así sobrevino mi perdición. No prestaba atención a lo que yo mismo decía, y cuando uno vive una doble vida, eso es peligroso.
Tampoco prestaba atención a lo que cantaba mientras conducía de vuelta a casa de Sadie, que iba sentada a mi lado callada, muy callada. Me puse a cantar porque la radio del Ford estaba kaput. Las válvulas también emitían un sonido asmático. El Sunliner aún ofrecía un aspecto estiloso, y yo le tenía cariño por toda clase de razones, pero hacía siete años que había salido de la cadena de montaje y el cuentakilómetros marcaba más de ciento cuarenta mil kilómetros.
Llevé las provisiones de Sadie a la cocina en un solo viaje, profiriendo heroicos gruñidos y tambaleándome para crear efecto. No me percaté de que ella no sonreía, y ni siquiera sospeché que nuestro corto período de reverdecimiento se había acabado. Seguía pensando en Mercedes Street y preguntándome qué clase de función tendría que montar allí (o, más bien, de qué magnitud). Sería delicado. Quería convertirme en un rostro familiar, porque la familiaridad engendra desinterés además de desprecio, pero no deseaba destacar. Luego estaban los Oswald. Ella no hablaba inglés y él era una persona fría por naturaleza, tanto mejor, pero el 2706 se encontraba terriblemente cerca. El pasado podría ser obstinado pero el futuro era delicado, un castillo de naipes, y tendría que cuidarme mucho de no alterarlo hasta que estuviera preparado. Así pues, tendría que…
Fue entonces cuando Sadie me habló; poco después, la vida en Jodie tal y como yo la había conocido (y amado) se derrumbó.