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Efectivamente, acudió toda la ciudad y, además, Deke Simmons tenía razón en una cosa: aquellos chistes malos nunca parecían envejecer. Al menos, no a dos mil quinientos kilómetros de Broadway.

En las personas de Jim LaDue (que no lo hacía mal y en realidad sabía cantar un poco) y Mike Coslaw (que era absolutamente hilarante), nuestro espectáculo resultó más del estilo de Dean Martin y Jerry Lewis que de Míster Bones y Míster Tambo. Las parodias pertenecían al género de la astracanada, y con un par de atletas para interpretarlas, funcionaron mejor de lo que probablemente merecían. El público se palmoteaba las rodillas y se partía el pecho. Es probable que también reventaran unos cuantos corsés.

Ellen Dockerty desempolvó su jubilado banjo; para tratarse de una señora que ya peinaba canas, ejecutó un solo fenomenal. Y, después de todo, hubo un elemento picante. Mike y Jim persuadieron al resto del equipo de fútbol para que representaran un animado cancán vestidos con enaguas y bombachos de cintura para abajo y con nada salvo la piel de cintura para arriba. Jo Peet les proporcionó unas pelucas y con ellos la sala se vino abajo. Con peluca y todo, esos jovencitos de pecho desnudo hicieron enloquecer especialmente a las mujeres de la ciudad.

Para el gran final, el elenco completo se distribuyó en parejas e invadieron el escenario del gimnasio con un frenético baile swing mientras «In the Mood» resonaba a todo volumen por los altavoces. Las faldas revoloteaban; los pies se movían como relámpagos; los futbolistas (ahora vestidos con trajes de espaldas anchas y sombreros de ala corta) volteaban a ágiles muchachas, animadoras en su mayoría, que ya conocían unas cuantas cosas sobre cómo menear el esqueleto.

La música terminó; el risueño elenco de actores, abrazados por la cintura, dio un paso adelante para agradecer los aplausos con una reverencia, y cuando el público se puso en pie por tercera vez (o quizá por cuarta) desde que se alzara el telón, Donald volvió a pinchar «In the Mood». En esta ocasión los chicos y las chicas corretearon hacia lados opuestos del escenario, pillaron las docenas de tartas de crema dispuestas para ellos en varias mesas en los bastidores, y empezaron a arrojárselas entre sí. El público manifestó su aprobación riéndose a carcajadas.

El elenco había conocido y esperado con impaciencia esa parte del espectáculo, aunque dado que no se había ensayado con tartas reales, no estaba seguro de cómo resultaría. Salió espléndidamente, por supuesto, lo normal tratándose de una batalla de tartas. Hasta donde los chicos sabían, era el punto culminante de la función. Sin embargo, yo me guardaba un truco más en la manga.

Cuando se adelantaron para saludar al público por segunda vez, con la cara chorreando crema y la ropa salpicada, «In the Mood» empezó a sonar por tercera vez. La mayoría de los chicos miraron alrededor, perplejos, y por tanto no se percataron de que la fila del profesorado se ponía en pie armados con las tartas de crema que Sadie y yo habíamos escondido bajo sus asientos. Las tartas volaron, y los actores acabaron pringados por segunda vez. El entrenador Borman disparó dos tartas, y su puntería fue infalible: acertó a su quaterback y a su defensa estrella.

Mike Coslaw, con el rostro chorreando crema, empezó a bramar:

—¡Señor A.! ¡Señorita D.! ¡Señor A.! ¡Señorita D.!

El resto del reparto recogió el testigo, después el público, dando palmas al compás. Subimos al escenario de la mano, y Bellingham pinchó el puñetero disco una vez más. Los chicos formaron dos filas a ambos lados, gritando «¡Bailen! ¡Bailen! ¡Bailen!».

No tuvimos elección, y aunque estaba convencido de que mi novia se resbalaría en medio de toda esa crema y se rompería el cuello, lo ejecutamos a la perfección por primera vez desde el Baile de Sadie Hawkings. Hacia el final, apreté ambas manos de Sadie, vi su leve asentimiento —Adelante, vamos, confío en ti— y la lancé entre mis piernas. Sus dos zapatos salieron volando hacia la primera fila, su falda se deslizó delirantemente hasta los muslos… y milagrosamente surgió en pie de una pieza, con las manos extendidas primero hacia el público —que enloqueció— y luego a los lados de su falda untada de crema, en una fina reverencia.

Resultó que los chicos también se guardaban un truco en la manga, uno que casi seguramente había instigado Mike Coslaw, aunque nunca lo confesó. Habían reservado varias tartas, y cuando permanecíamos allí parados, absorbiendo los aplausos, fuimos alcanzados, como mínimo, por una docena de tartas, que llegaron volando de todas direcciones. Y el público, como se suele decir, se desmadró.

Sadie tiró de mí, se limpió la nata de la boca con el meñique, y me susurró al oído:

—¿Cómo puedes abandonar todo esto?