3

En ocasiones, un hombre y una mujer alcanzan una encrucijada y se detienen allí, reluctantes a tomar un camino u otro, sabiendo que una elección errónea significará el fin… y sabiendo que tienen mucho que perder. De esa manera transcurrió aquel implacable invierno gris de 1962 para Sadie y para mí. Aún salíamos a cenar una o dos veces por semana y aún íbamos a los Bungalows Candlewood alguna que otra noche de sábado. Sadie disfrutaba del sexo y esa era una de las cosas que nos mantenían unidos.

Bailamos en tres ocasiones. Donald Bellingham actuó siempre de pinchadiscos y tarde o temprano nos pedía que repitiéramos nuestro primer lindy-hop. Los chicos siempre nos aplaudían y silbaban, pero nunca por educación. Su admiración era genuina e incluso varios empezaron a aprender los pasos.

¿Nos sentíamos complacidos? Claro, pues la imitación es realmente la forma más sincera de elogio. Sin embargo, nunca nos salió tan bien como la primera vez, nunca tan intuitivamente fluido. El garbo de Sadie flaqueó. Una vez falló al agarrarme la mano en un giro y habría caído al suelo de no haberse hallado cerca un par de futbolistas musculosos con reflejos rápidos. Ella se lo tomó a risa, pero percibí la vergüenza en su rostro. Y el reproche. Como si yo hubiera tenido la culpa. Aunque, en cierto sentido, no le faltaba razón.

Todo presagiaba el estallido de una riña, que habría ocurrido antes de cuando lo hizo de no ser por la Jodie Jamboree. Ése fue nuestro reverdecimiento, una oportunidad para detenernos a meditar las cosas antes de vernos forzados a una decisión que ninguno de los dos quería tomar.