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El día de Año Nuevo amaneció frío y despejado, aunque el meteorólogo del Boletín Granjero amenazó con una niebla glacial en las tierras bajas. Tenía guardadas las dos lámparas con micro oculto en el garaje. Metí una en el coche y conduje hasta Fort Worth. Consideraba que si había un día en que el harapiento carnaval de Mercedes Street se cancelara, probablemente sería ése. Acerté. Se hallaba tan silenciosa como…, bueno, tan silenciosa como el mausoleo de los Tracker, adonde había llevado el cuerpo de Frank Dunning. Triciclos volcados y algunos juguetes yacían en los patios pelados. Algún juerguista había dejado un juguete más grande —un monstruoso Mercury— aparcado de lado junto al porche. Las portezuelas seguían abiertas. Había restos de tristes serpentinas de papel crepé esparcidos por la calle sin pavimentar y abundantes latas de cerveza en las cunetas, la mayoría Lone Star.

Eché una ojeada al 2706 y no vi a nadie mirando por el amplio ventanal frontal, pero Ivy había estado en lo cierto: cualquiera que se asomara dispondría de una línea de visión perfecta del salón del 2703.

Aparqué en la franja de cemento que hacía las veces de camino de entrada a la casa, como si tuviera todo el derecho a estar en el antiguo hogar de la desafortunada familia Templeton. Saqué la lámpara y una flamante caja de herramientas y me encaminé a la puerta delantera. Pasé un mal rato cuando la llave se negó a funcionar, pero se debía sencillamente a que era nueva. Después de lubricarla con saliva y moverla de un lado a otro dentro de la cerradura, por fin giró y entré.

Había cuatro habitaciones si se contaba el baño, visible a través de una puerta que colgaba abierta de un solo gozne. La habitación más grande combinaba sala de estar y cocina. Las otras dos eran dormitorios. En la cama del dormitorio más grande faltaba el colchón. Recordé a Ivy diciendo: «Ya ve, es como llevarse al perro de vacaciones». En el cuarto más pequeño, Rosette había dibujado niñas con pinturas de cera en las paredes allí donde el yeso se desprendía y dejaba a la vista los listones de madera. Todas llevaban vestidos pichi de color verde y calzaban zapatones negros. Sus coletas se veían desproporcionadas, tan largas como sus piernas, y muchas daban patadas a balones de fútbol. Una de ellas lucía una diadema de Miss América en el pelo y esbozaba una gran sonrisa pintada con lápiz de labios rojo. La casa aún olía a cualquier carne que Ivy hubiera freído para su última comida antes de irse a vivir con su madre, su pequeña diablesa y su marido paralítico.

Aquél era el lugar donde Lee y Marina iniciarían la fase americana de su matrimonio. Harían el amor en el dormitorio principal y allí él la maltrataría. Era el lugar donde Lee yacería despierto después de largos días de ensamblar contrapuertas, preguntándose por qué cojones no era famoso. ¿No lo había intentado? ¿No lo había intentado con todo su empeño?

Y en la salita, con su suelo irregular y su raída alfombra de color verde bilis, Lee conocería al hombre en quien yo supuestamente no debía confiar, el hombre que aglutinaba la mayoría, si no todas, de las dudas que Al abrigara sobre la participación de Oswald en el papel de tirador solitario. Ese hombre se llamaba George de Mohrenschildt y me interesaba sobremanera escuchar lo que Oswald y él tuvieran que decirse.

Había un viejo bufete-aparador en el lado de la habitación principal más próximo a la cocina. Los cajones eran un batiburrillo de cubiertos desemparejados y cutres utensilios de cocina. Aparté el bufete de la pared y encontré un enchufe. Excelente. Coloqué la lámpara encima del mueble y la enchufé. Sabía que alguien podría vivir allí una temporada antes de que los Oswald se instalaran, pero no creía que nadie tuviera deseos de llevarse la Lámpara Inclinada de Pisa cuando levantaran el campamento. Si lo hacían, me quedaba una de repuesto en el garaje.

Taladré un agujero en la pared hacia el exterior con la broca más pequeña, empujé el bufete de vuelta a su sitio, y probé la lámpara. Funcionaba a la perfección. Recogí y abandoné la casa, cuidándome de cerrar la puerta tras de mí. Luego, conduje de regreso a Jodie.

Sadie llamó para preguntarme si quería ir a cenar a su casa. Solo tenía fiambres, especificó, pero había bizcocho de postre, por si me interesaba. Fui y el postre resultó tan maravilloso como siempre, pero las cosas habían cambiado. Porque ella tenía razón. Había una escoba en la cama. Como el jimla que Rosette había visto en el asiento de atrás de mi coche, era invisible… pero estaba allí. Proyectaba sombra.