16

Cuando llegué al aparcamiento de Montgomery Ward, ya había oscurecido y la lluvia caía un poco más espesa, de la manera en que lo hace cuando está tratando de convertirse en aguanieve. Eso no ocurre a menudo en la región de las colinas al sur de Dallas, pero rara vez no equivale a nunca. Confiaba en poder regresar a Jodie sin salirme de la carretera.

Ivy se encontraba sentada al volante de un viejo y penoso sedán con estribos herrumbrosos y la luna trasera agrietada. Subió a mi Ford e inmediatamente se inclinó hacia la rejilla de la calefacción, que funcionaba a pleno rendimiento. Llevaba dos camisas de franela en lugar de abrigo y tiritaba.

—Qué bien sienta. Ese Chevrolet es más frío que la teta de una monja. La calefacción está estropeada. ¿Ha traído el dinero, señor Puddentane?

Le entregué un sobre. Lo abrió y hojeó varios de los billetes de veinte que habían permanecido en el estante superior de mi armario desde que los gané apostando a la Serie Mundial en la Financiera Faith hacía más de un año. Ella levantó su considerable trasero del asiento y se embutió el sobre en sus vaqueros; luego, hurgó en el bolsillo del pecho de la camisa interior. Sacó una llave y me la plantó en la mano.

—¿Le sirve?

Serviría muy bien.

—Es una copia, ¿verdad?

—Justo como me pidió. La hice en la ferretería de la calle McLaren. ¿Por qué quiere una llave de ese cagadero con pretensiones? Con doscientos dólares le daría para pagar la renta de cuatro meses.

—Tengo mis razones. Hábleme de los vecinos del otro lado de la calle. Los que podrían verla haciéndoselo con el cartero en el suelo del salón.

Se removió inquieta y se ciñó las camisas sobre un busto tan imponente como su trasero.

—Solo estaba bromeando.

—Lo sé. —Falso, pero no me importaba—. Simplemente quiero saber si los vecinos pueden ver el interior de su salón.

—Claro que pueden. Yo veo el interior del suyo si no corren las cortinas. Habría comprado unas para la casa de poder permitírmelo. Si hablamos de privacidad, es como si todos viviéramos en la calle. Supongo que podría colgar un saco de arpillera, agenciado de por allí… —Señaló hacia los contenedores alineados contra la pared oriental del almacén—, pero tienen pinta de estar muy guarros.

—Los vecinos con vistas, ¿dónde viven? ¿En el 2704?

—En el 2706. Antes vivía ahí Slider Burnett y su familia, pero se fueron después de Halloween. Era payaso de rodeo suplente, ¿se lo puede creer? ¿Quién se imagina un trabajo así? Ahora vive un tipo llamado Hazzard con sus dos niños y creo que su madre. Rosette no juega con los críos, dice que están sucios. Menuda novedad viniendo de esa pocilga. La abuela intenta hablar y todo lo que le salen son babas. Tiene un lado de la cara paralizado. No sé en qué le ayudará, arrastrándose de un lado a otro como lo hace. Si alguna vez yo me quedo así, que me peguen un tiro. ¡Ieee, perritos! —Sacudió la cabeza—. Le diré una cosa. No durarán mucho. Nadie se queda en Mercedes Street. ¿Tiene un cigarrillo? Debería dejarlo. Cuando no puedes permitirte veinticinco centavos para tabaco, es cuando sabes seguro que eres más pobre que una puñetera rata.

—No fumo.

Se encogió de hombros.

—Qué diantres. Ahora ya me los puedo permitir, ¿o no? Soy una condenada ricachona. Usted no está casado, ¿no?

—No.

—Pero sí que tiene una novia. Este lado del coche huele a perfume. Y del bueno.

Eso me provocó una sonrisa.

—Sí, tengo una novia.

—Bien por usted. ¿Sabe ella de estos tejemanejes nocturnos que se trae a escondidas en el distrito sur de Fort Worth?

No dije nada, aunque callar a veces es suficiente respuesta.

—Me da igual. Eso es cosa entre usted y ella. Pero ya le aviso ahora, antes de irme. Si mañana sigue lloviendo y con este frío, no sé qué vamos a hacer con Harry en la caja de la camioneta de mamá. —Me miró y esbozó una sonrisa—. De niña solía imaginar que cuando creciera sería Kim Novak. Ahora Rosette piensa que va a sustituir a Darlene en las Mousekeeters. Hala, adiosito.

Se disponía a abrir la portezuela cuando le dije:

—Espere.

Saqué toda la porquería de mis bolsillos —pastillas de menta Life Savers, Kleenex, un librito de cerillas que guardaba para Sadie, apuntes para un examen de lengua de primero que pretendía poner antes de las vacaciones de Navidad— y después le tendí mi zamarra.

—Tome esto.

Su rostro mostraba sorpresa.

—¡No voy a coger su puñetero abrigo!

—Tengo otro en casa. —Falso, pero compraría uno nuevo, lo cual iba más allá de sus posibilidades.

—¿Y qué le digo a Harry? ¿Que lo encontré debajo de una hoja de lechuga?

Sonreí.

—Dígale que le echó un polvo al cartero y la compró con las ganancias. ¿Qué va a hacerle? ¿Perseguirla por el camino de entrada a la casa y darle una paliza?

Se rio con un áspero graznido que resultó extrañamente encantador. Y cogió el abrigo.

—Déle recuerdos a Rosette —le pedí—. Dígale que la veré en sus sueños.

Su sonrisa se esfumó.

—Espero que no, señor. Ya tuvo una pesadilla con usted una vez. Creí que la casa se venía abajo con tantos gritos, debía haberla oído. Me despertó del primer sueño a las dos de la mañana. Dijo que el hombre que cogió su balón llevaba un monstruo en el asiento de atrás del coche y tenía miedo de que se la comiera. Me dio un susto de muerte, vaya, qué manera de chillar.

—¿El monstruo tenía nombre? —Por supuesto que sí.

—Dijo que era un jimla. Supongo que quiso decir un genio, como en esos cuentos de Aladino y los Siete Velos. Bueno, tengo que irme. Cuídese.

—Lo mismo digo, Ivy. Feliz Navidad.

Volvió a graznar su risa.

—No me acordaba. Feliz Navidad a usted también. No se olvide de hacerle un regalo a su chica.

Trotó hasta su viejo coche con mi abrigo —ahora suyo— echado sobre los hombros. Nunca más la volví a ver.