15

El año de nuestro Señor de 1961 tocaba a su fin. Un día lloviznoso, unas dos semanas antes de Navidad, entraba en casa después de las clases, envuelto una vez más en mi zamarra ranchera, cuando oí sonar el teléfono.

—Aquí Ivy Templeton —dijo una mujer—. Lo más seguro es que ni se acuerde de mí, ¿no?

—La recuerdo muy bien, señora Templeton.

—No sé por qué me molesto siquiera en llamar, esos diez pavos del carajo ya hace mucho que me los gasté, pero se me quedó grabado en la cabeza, y también a Rossette. Ella le llama «el hombre que cogió el balón».

—¿Se traslada, señora Templeton?

—Ciento por ciento correcto. Mi madre viene mañana con su camioneta desde Mozelle.

—¿No tiene usted vehículo propio? ¿O está averiado?

—El coche funciona bien para la chatarra que es, pero Harry no va a montar en él. Tampoco es que vaya a volver a conducirlo. El mes pasado consiguió uno de esos malditos trabajos a jornal. Se cayó en una zanja y un camión de grava que iba marcha atrás le pasó por encima. Le rompió la columna.

Cerré los ojos y vi los restos destrozados de la camioneta de Vince siendo arrastrada por Main Street tras la grúa de la Sunoco de Gogie. La sangre se esparcía por el interior del parabrisas agrietado.

—Lamento oír eso, señora Templeton.

—Sobrevivirá pero no volverá a andar. Se quedará en una silla de ruedas y hará pis en una bolsa, es lo único para lo que va a servir. Aunque, claro, antes le daremos un paseo hasta Mozelle en la parte de atrás de la camioneta de mi madre. Pillaremos el colchón del cuarto para que se tumbe. Ya ve, es como llevarse al perro de vacaciones. Se puso a llorar.

—He dejado de pagar dos meses de alquiler, pero eso ya no es ninguna afrenta. ¿Sabe lo que he de afrontar, señor Puddentane, Pregunte Otra Vez Y Lo Mismo le Diré? Me quedan treinta y cinco puñeteros dólares y pare de contar. Ese gilipollas de Harry…, si él hubiera aguantado el equilibrio, ahora yo no estaría en este aprieto. Pensaba que antes tenía problemas, pero mire ahora.

A mi oreja llegó un largo y acuoso resoplido.

—¿Sabe qué? El cartero me ha estado echando miraditas, y creo que por veinte dólares dejaría que me follara en el puñetero suelo del salón si los malditos vecinos del otro lado de la calle no pudieran vernos en plena faena. Tampoco puedo llevármelo al dormitorio, ¿verdad? Porque ahí está mi maridito con la espalda rota. —Soltó una risa áspera—. Le propongo una cosa, ¿por qué no se viene hasta aquí con su lujoso descapotable y me lleva a algún motel? Si se gasta un poco más, coja una habitación con zona de estar, así Rosette podrá ver la tele mientras yo le dejo a usted que me folle. Tiene pinta de hacerlo bien.

No dije nada. Se me acababa de ocurrir una idea que brillaba como una bombilla.

Si los malditos vecinos del otro lado de la calle no pudieran vernos en plena faena.

Aparte del propio Oswald, había un hombre al que se suponía que yo debía vigilar. Un hombre cuyo nombre daba la casualidad de que era George y que se convertiría en el único amigo de Oswald. «No confíes en él», había escrito Al en sus notas.

—¿Sigue ahí, señor Puddentane? ¿No? Pues a tomar por culo. Adi…

—No cuelgue, señora Templeton. ¿Y si me ofreciera a pagarle la renta atrasada y añadiera además cien dólares? —Superaba con creces el precio para lo que quería, pero yo tenía el dinero y ella lo necesitaba.

—Señor, ahora mismo, por doscientos pavos le echaría un polvo delante de mi padre.

—No tendrá que echarme ningún polvo, señora Templeton. En absoluto. Solo quiero que nos encontremos en el aparcamiento al final de la calle. Y que me traiga algo.