13

—¡Despierta, George! ¡Despierta!

Abrí los ojos. Sadie se inclinaba sobre mí, apoyada sobre un codo, su rostro era un pálido contorno borroso.

—¿Qué? ¿Qué hora es? ¿Ya tenemos que irnos? —Pero aún seguía oscuro y el viento soplaba con fuerza.

—No. Ni siquiera es medianoche. Tenías una pesadilla. —Rio, un poco nerviosa—. ¿Soñabas con fútbol, tal vez? Porque gritabas «Jimla, Jimla».

—¿En serio? —Me incorporé. Se oyó el raspar de una cerilla y su rostro se iluminó momentáneamente cuando se encendió un cigarrillo.

—Sí, en serio. Hablabas de toda clase de cosas. Aquello pintaba mal.

—¿Como qué?

—No pude distinguir la mayor parte, aunque hubo algo bastante claro: «Derry es Dallas», dijiste. Después lo repetiste a la inversa. «Dallas es Derry». ¿De qué iba eso? ¿Te acuerdas?

—No. —Sin embargo, resulta difícil mentir de forma convincente cuando acabas de salir de un sueño, incluso de un ligero sopor, y percibí el escepticismo en su rostro. Antes de que la incredulidad pudiera arraigar, aporrearon la puerta. Un cuarto para la medianoche, un golpe en la puerta.

Nos miramos fijamente.

La llamada se repitió.

Es el Jimla. El pensamiento surgió con suma nitidez, con suma certeza.

Sadie dejó el cigarrillo en el cenicero, se envolvió en la sábana y corrió al cuarto de baño sin mediar palabra. La puerta se cerró a su espalda.

—¿Quién es? —pregunté.

—El señor Yorrity, señor…, Bud Yorrity.

Uno de los profesores gays retirados que regentaban el lugar.

Salí de la cama y me enfundé los pantalones.

—¿Cuál es el problema, señor Yorrity?

—Tengo un mensaje para usted, señor. La mujer dijo que era urgente.

Abrí la puerta. Apareció un hombre bajo en un raído albornoz. Su cabello era una nube de rizos encrespados por el sueño alrededor de la cabeza. En una mano sujetaba un trozo de papel.

—¿Qué mujer?

—Ellen Dockerty.

Le agradecí las molestias y cerré la puerta. Desdoblé el papel y leí el mensaje.

Sadie salió del baño, aún apretando la sábana. Miraba con ojos muy abiertos y asustados.

—¿Qué ha pasado?

—Ha habido un accidente —dije—. Vince Knowles ha volcado su camioneta a las afueras de la ciudad. Mike Coslaw y Bobbi Jill le acompañaban. Mike salió despedido y se ha roto un brazo. Bobbi Jill tiene un feo corte en la cara, pero Ellie dice que aparte de eso está bien.

—¿Y Vince?

Me acordé de cómo describía todo el mundo la forma de conducir de Vince: como si no existiera el mañana. Ahora no existía. Para él no.

—Está muerto, Sadie.

Se le descolgó la mandíbula.

—¡No puede ser! ¡Solo tiene dieciocho años!

—Lo sé.

La sábana se liberó de sus brazos laxos y formó un charco a sus pies. Se cubrió el rostro con las manos.