Me adormilé poco después. No alcancé un estado de somnolencia profundo —aún oía el viento y el traqueteo de los postigos—, pero descendí lo suficiente para soñar. Sadie y yo nos hallábamos en una casa vacía. Estábamos desnudos. Algo se movía en la planta de arriba, un desapacible ruido de fuertes pisadas. Podría estar simplemente caminando de un lado a otro, pero daba la impresión de que había demasiados pies. No me sentía culpable por que fueran a descubrirnos sin ropa. Me sentía aterrado. Escritas con carboncillo en el yeso desconchado de una pared se leían las palabras: MATARÉ AL PRESIDENTE PRONTO. Debajo, alguien había añadido: NO LO BASTANTE LA ENFERMEDAD YA LO DEVORA. Esto último estaba grabado con lápiz de labios oscuro. O quizá con sangre. Pum, clam, pum. Por encima de nuestras cabezas.
—Creo que es Frank Dunning —le susurré a Sadie. La así del brazo. Estaba muy frío. Era como asir el brazo de una persona muerta, quizá de una mujer que había sido golpeada hasta la muerte con una maza de hierro.
Sadie negó con la cabeza. Miraba el techo; le temblaba la boca.
Clam, pum, clam.
Caía yeso como polvo tamizado.
—Entonces es John Clayton —susurré.
—No —replicó ella—. Creo que se trata de Míster Tarjeta Amarilla. Ha traído al Jimla.
Sobre nosotros, los pesados pasos se detuvieron abruptamente.
Ella me aferró el brazo y empezó a sacudirlo. Sus ojos le consumían el rostro.
—¡Es eso! ¡Es el Jimla! ¡Y nos ha oído! ¡El Jimla sabe que estamos aquí!