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En nuestra segunda visita a los Bungalows Candlewood, ella estuvo preparada para hablar sobre Johnny Clayton.

—Pero apaga la luz, ¿quieres?

Obedecí a su petición. Fumó tres cigarrillos durante la narración. Hacia el final lloraba a moco tendido, probablemente no tanto por el dolor rememorado como por la vergüenza. Creo que a la mayoría de nosotros nos resulta más fácil confesar que hemos obrado mal que admitir que hemos sido estúpidos. Ella no lo había sido. Existe un mundo de diferencia entre la estupidez y la ingenuidad y, como la mayoría de las muchachas de clase media que alcanzaron la madurez en las décadas de mil novecientos cuarenta y cincuenta, Sadie no sabía prácticamente nada sobre sexo. Me contó que en realidad nunca había contemplado un pene hasta que contempló el mío. Había vislumbrado fugazmente el de Johnny, pero cuando él la pillaba mirando, le tapaba con una mano la cara y se la apartaba con un apretón que evitaba fuera doloroso.

—Pero siempre hacía daño —dijo ella—. ¿Entiendes?

John Clayton provenía de una familia religiosa convencional, nada fanática. Él era agradable, atento, razonablemente atractivo. No poseía demasiado sentido del humor (en realidad, no poseía ningún sentido del humor en absoluto), pero parecía adorarla. Los padres de Sadie lo adoraban. Claire Dunhill estaba especialmente loca por Johnny Clayton. Y, por supuesto, era más alto que Sadie, incluso cuando ella se ponía tacones. Tras años de aguantar bromas sobre espárragos, eso cobraba importancia.

—La única cosa alarmante antes del matrimonio era su pulcritud compulsiva —dijo Sadie—. Tenía todos sus libros ordenados por orden alfabético y se alteraba mucho si los cambiabas de sitio. Se ponía nervioso si sacabas uno del estante, podías sentirlo, como una especie de tensión. Se afeitaba tres veces al día y se lavaba las manos continuamente. Cuando alguien le daba la mano, ponía una excusa para salir pitando al lavabo y lavársela lo antes posible.

—Además, los colores de la ropa debían estar coordinados —apunté yo—. En su cuerpo y en el armario, y pobre de la persona que se atreviera a moverla. ¿Colocaba por orden alfabético los productos de la despensa? ¿O se levantaba varias veces por la noche para comprobar que el gas estaba apagado y las puertas cerradas con llave?

Se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos e interrogantes en la oscuridad. La cama chirrió amigablemente; sopló una ráfaga de viento; un postigo suelto traqueteó.

—¿Cómo sabes eso?

—Es un síndrome. Trastorno obsesivo compulsivo. TOC, para abreviar. Howard… —Iba a decir: «Howard Hugues padece un caso grave», pero quizá eso no fuera cierto todavía. Aun cuando lo fuera, probablemente la gente aún no lo sabía—. Un viejo amigo mío lo tenía. Howard Temple. Da igual. Sadie, ¿él te hacía daño?

—En realidad no; ni palizas ni puñetazos. Una vez me dio una bofetada, eso es todo. Pero las personas se hieren unas a otras de muchas formas, ¿verdad?

—Sí.

—No podía hablar de ello con nadie. Está claro que con mi madre no. ¿Sabes lo que me dijo el día de mi boda? Que si rezaba media oración antes y media oración durante, todo iría bien. Durante era lo más que ella podía acercarse a la palabra cópula. Intenté hablar con mi amiga Ruthie, pero solo una vez. Fue después de las clases, y me estaba ayudando a recoger la biblioteca. «Lo que pasa tras la puerta del dormitorio no es asunto mío», me dijo. Me callé, porque en realidad no quería hablar de ello. Me daba mucha vergüenza.

Después todo manó en un torrente. Parte de su relato quedó empañado por las lágrimas, pero capté lo esencial. En ciertas noches, quizá una vez por semana, quizá dos, Johnny anunciaba que necesitaba un «escape». Ocurría en la cama, estando acostados uno al lado del otro, ella en camisón (su marido insistía en que fuera opaco), él en calzoncillos bóxer (lo más cerca que ella estuvo jamás de verle desnudo). Entonces él se bajaba la sábana hasta la cintura y ella veía la tienda de campaña que levantaba su erección.

—Una vez él miró la tienda. Solo una vez que yo recuerde. ¿Y sabes qué dijo?

—No.

—«Qué repugnantes somos». Y después: «Termina rápido para que pueda dormir».

Ella metía la mano bajo la sábana y le masturbaba. Nunca duraba mucho, a veces solo unos segundos. En raras ocasiones le tocaba las tetas mientras ella desempeñaba su función, pero casi siempre mantenía las manos anudadas en el pecho. Cuando acababa, entraba en el cuarto de baño, se lavaba y volvía a la cama en pantalón de pijama. Tenía siete pares, todos azules.

Después le tocaba a Sadie ir al baño. Le insistía para que se lavara las manos durante tres minutos como mínimo, y con agua tan caliente que le enrojecía la piel. Cuando regresaba a la cama, extendía las palmas frente al rostro de su marido. Si el olor a jabón Lifebuoy no era lo bastante fuerte para complacerle, ella debía repetir la operación.

—Y cuando volvía, allí estaba la escoba…

La ponía encima de la sábana si era verano; sobre las mantas si era invierno. Dividía la cama por la mitad. El lado de él y el lado de ella.

—Si yo me inquietaba durante la noche y la movía, se despertaba. Daba igual que estuviera profundamente dormido. Y me empujaba de vuelta a mi lado. Con fuerza. Lo llamaba «traspasar la escoba».

La vez que la abofeteó fue cuando ella le preguntó cómo iban a tener hijos si nunca la penetraba.

—Se puso furioso. Por eso me pegó una bofetada. Más tarde se disculpó, pero lo que dijo entonces fue: «¿Crees que me metería en tu agujero infestado de gérmenes para traer niños a este mundo de mierda? Si de todas formas va a estallar por los aires; cualquiera que lea los periódicos lo ve venir: la radiación nos matará. Moriremos con el cuerpo cubierto de llagas y expectorando los pulmones por la boca. Podría suceder cualquier día».

—Jesús. No me extraña que le dejaras, Sadie.

—Solo después de malgastar cuatro años. Tardé todo ese tiempo en convencerme de que merecía más de la vida que ordenar por colores el cajón de los calcetines de mi marido, hacerle pajas dos veces por semana y dormir con una puñetera escoba. Ésa fue la parte más humillante, la parte que estaba segura de que jamás podría contar a nadie… porque era rara.

Yo no la consideraba rara. En mi opinión, se encontraba en esa zona crepuscular entre la neurosis y la psicosis absoluta. Pensaba, además, que estaba escuchando la perfecta Fábula de los Años Cincuenta. Uno se imaginaba fácilmente a Rock Hudson y Doris Day durmiendo con una escoba entre ellos. Es decir, si Rock no hubiera sido gay.

—¿Y no ha venido a buscarte?

—No. Solicité trabajo en una docena de colegios e hice que me enviaran las respuestas a un apartado de correos. Me sentía como una mujer que tuviera una aventura, moviéndome furtivamente. Y así es como me trataron mis padres cuando lo averiguaron. Mi padre se ha tranquilizado un poco (creo que sospecha lo mal que estaban las cosas, aunque, claro, no quiere conocer ningún detalle), pero ¿mi madre? Ella no. Está furiosa conmigo. Ha tenido que cambiar de iglesia y dejar el taller de costura de la Sewing Bee. Porque ya no puede ir con la frente alta, dice.

En cierto modo, eso me parecía tan cruel y absurdo como la escoba, pero no lo mencioné. Sin embargo, me interesaba un aspecto distinto del asunto más que los convencionales padres sureños de Sadie.

¿Clayton no les contó que te habías ido? ¿Lo he pillado bien? ¿Nunca fue a verlos?

—No. Mi madre lo entendía, por supuesto. —El acento sureño de Sadie, por lo general débil, se acentuó—. Yo había avergonzado tanto a ese pobre muchacho que era normal que no quisiera contárselo a nadie. —Renunció a hablar arrastrando las palabras—. No pretendo ser sarcástica. Ella conoce la deshonra y sabe disimular. En estas dos cosas, Johnny y mi madre se encuentran en perfecta armonía. Ellos deberían haberse casado. —Se rio histéricamente—. Seguramente a mamá le habría encantado la escoba.

—¿Nunca recibiste ningún mensaje suyo? ¿Ni siquiera una postal? Algo como: «Eh, Sadie, atemos los cabos sueltos para que podamos seguir con nuestras vidas».

—¿Cómo? No sabe dónde estoy y diría que tampoco le importa.

—¿Se ha quedado con algo que tú quieras? Porque estoy seguro de que un abogado…

Me dio un beso.

—La única cosa que quiero está aquí en la cama conmigo. Me destapé agitando las piernas y las sábanas acabaron en nuestros tobillos.

—Sadie, mírame.

Ella miró. Y luego, tocó.