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No muchos días después de que los Testigos de Jehová vinieran a llamar a casa de Sadie —esto debió de ser a principios de noviembre, porque ya había terminado de elegir el reparto de mi versión de 12 hombres sin piedad—, estaba rastrillando el césped cuando alguien dijo:

—Hola, George, ¿cómo te va?

Me volví y allí estaba Deke Simmons, ahora viudo por segunda vez. Se había quedado en México más tiempo del que nadie habría esperado, y justo cuando la gente empezaba a creer que se establecería definitivamente allí, había regresado. Ésa era la primera vez que yo lo veía. Estaba muy moreno, pero demasiado delgado. La ropa le iba holgada, y su cabello —de un color gris férreo el día de la recepción nupcial— se había teñido casi totalmente de blanco y raleaba en la coronilla.

Solté el rastrillo y corrí hacia él. Me proponía estrecharle la mano, pero lo que hice fue darle un abrazo. Se llevó un susto —en 1961, los Hombres De Verdad No Se Abrazan—, pero al instante se echó a reír.

Estiré los brazos, agarrándolo todavía.

—¡Tienes un aspecto estupendo!

—Buen intento, George. Aunque me siento mejor que antes. La muerte de Meems… sabía que iba a pasar, pero eso no evitó que me quedara fuera de combate. La cabeza nunca se impone sobre el corazón en estos asuntos, imagino.

—Entra a tomar una taza de café.

—Me encantaría.

Hablamos sobre su estancia en México. Hablamos sobre el instituto. Hablamos sobre el imbatido equipo de fútbol y la próxima función de otoño. Entonces dejó la taza y anunció:

—Ellen Dockerty me pidió que te transmitiera unas palabras sobre tu relación con Sadie Clayton.

Oh-oh. Y yo que había pensado que lo estábamos haciendo tan bien…

—Ella responde ahora al nombre de Dunhill. Es su apellido de soltera.

—Conozco su situación desde que la contratamos. Es una chica estupenda y tú eres un hombre estupendo, George. Basándome en lo que me cuenta Ellie, estáis manejando una situación difícil con extremada mesura.

Me relajé un poco.

—Ellie está casi segura de que ninguno de los dos conocéis los Bungalows Candlewood, a las afueras de Kileen. Le incomodaba la idea de decírtelo, por eso me pidió que lo hiciera yo.

—¿Bungalows Candlewood?

—Yo solía llevar allí a Meems muchos sábados por la noche. —Jugueteaba nerviosamente con la taza de café con manos que ahora parecían demasiado grandes para su cuerpo—. Los regentan un par de maestros retirados de Arkansas o de Alabama. Da igual, de un estado que empieza por A. Maestros varones retirados, ¿entiendes lo que quiero decir?

—Creo que te sigo, sí.

—Son unos tipos simpáticos, muy reservados en lo concerniente a su relación y a las relaciones de algunos de sus huéspedes. —Levantó la vista de la taza de café. Se había ruborizado ligeramente, pero también sonreía—. No se trata de un motelucho por horas, si es lo que estás pensando. Todo lo contrario. Las habitaciones son bonitas, tiene un precio razonable, y carretera abajo hay un pequeño restaurante típico regional. A veces una chica necesita un sitio así, y tal vez también un hombre. De ese modo no han de andarse con tanta prisa. Y no se sienten degradados.

—Gracias —dije.

—No hay de qué. Mimi y yo pasamos muchas noches agradables en los Candlewood. A veces lo único que hacíamos era ver la tele en pijama antes de acostarnos, pero a cierta edad eso puede ser tan bueno como todo lo demás. —Esbozó una sonrisa llena de tristeza—. O casi. Nos dormíamos escuchando a los grillos. A veces algún coyote aullaba, muy en la distancia, en las praderas de salvia. A la luna, ¿sabes? De verdad que lo hacen. Aullan a la luna.

Se sacó un pañuelo del bolsillo trasero con la lentitud de un anciano y se restregó las mejillas.

Le ofrecí la mano y Deke la tomó.

—Tú le gustabas, aunque nunca supo descifrar qué había en ti. Decía que le recordabas a la forma en que solían presentar a los fantasmas en esas películas antiguas de los años treinta. «Es brillante y reluciente, pero es como si no estuviera del todo aquí», decía.

—No soy un fantasma —aseguré—. Te lo prometo.

Él sonrió.

—¿No? Por fin encontré tiempo para comprobar tus referencias. Fue cuando ya estabas haciendo suplencias con nosotros y después del formidable trabajo con la obra de teatro. Las del Distrito Escolar de Sarasota son buenas, pero aparte de ahí… —Sacudió la cabeza, aún sonriendo—. Y tu título de licenciado es de una fábrica de Oklahoma.

Aclararme la garganta no sirvió de ayuda. No podía hablar en absoluto.

—¿Y a mí qué me importa?, te preguntarás. No mucho. Hubo una época en esta parte del mundo en que cualquier hombre que entrara en la ciudad con unos cuantos libros en sus alforjas, lentes en la nariz y una corbata en el cuello podía conseguir que le contrataran como maestro de por vida. Tampoco es que fuera hace demasiado tiempo. Tú eres un profesor del copón. Los chavales lo saben, yo lo sé, y Meems también lo sabía. Y eso me importa mucho.

—¿Ellen está enterada de que falsifiqué mis otras referencias? —Porque Ellen Dockerty era la directora en funciones, y una vez que el consejo se reuniera en enero, el puesto sería suyo de forma permanente. No había más candidatos.

—No, y no se enterará, al menos por mi parte. No me parece que necesite saberlo. —Se levantó—. Pero sí hay una persona que necesita conocer la verdad acerca de dónde has estado y qué has hecho en el pasado, y esa es cierta dama bibliotecaria. Si es que vas en serio con ella, claro está. ¿Vas en serio?

—Sí —confirmé, y Deke asintió como si eso bastara para arreglarlo todo.

Ojalá.